El suelo que compartimos

Por Protorm
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Acudí hace unas semanas a una presentación de Miquel Amorós en Madrid, cuya transcripción aproximada puede encontrarse aqui. La he releido y me parece, en líneas generales, un buen análisis, muy resumido, de cierto recorrido histórico del capitalismo que nos ha llevado hasta la situación en que vivimos. Eso a pesar de mis diferencias con algunas de las propuestas estratégicas que se derivan del mismo.

Efectivamente, el triunfo del capitalismo fue un triunfo moral. El grado de bienestar logrado para una mayoría social en el primer mundo desarmó cualquier respuesta socialista allí donde estaba más organizada. El capitalismo sedujo con mercancías a la mayoría de la población trabajadora del norte global a costa de acelerar el ciclo de consumo, es decir, de expoliar los recursos del planeta y a tres cuartas partes de su población. Triunfaba así el relato capitalista y se filtraba incluso en las conciencias y los ideales de las personas trabajadoras y las organizaciones de la izquierda, algunas de las cuales viraron irremediablemente hacia la aceptación y gestión de lo existente. Las que no entraron por ese aro (es importante también señalar su papel) fueron derrotadas y se volvieron minoritarias de forma más o menos progresiva, manteniendo discursos que nunca lograron cautivar a mayorías. Es dificil aplicar aquí la brocha gorda. Probablemente, la incapacidad de trazar estrategias conjuntas que apuntasen a la línea de flotación del capitalismo fuese una cuestión que se dirimía en cada conflicto, en cada huelga, en cada decisión política. No obstante, podemos encontrar aspectos comunes que nos remiten a la falta de objetivos colectivos y de una política de alianzas que frenara el enfrentamiento interno en la izquierda.

También el capitalismo jugó bien sus cartas. Supo por ejemplo ocultar el reverso de la sociedad de consumo, un reverso que para Amorós se concreta en: “desigualdad en aumento, enseñanza retrógrada, autoritarismo estatal, patriarcalismo, discriminación de minorías, sobreexplotación de la mano de obra inmigrante, mercantilización del vivir, etc“. A esos aspectos, algunos de los cuales quizá no sean los más relevantes, habría que añadir, al menos, la deslocalización de la producción y de la guerra (en sus términos más crudos).

La piedra de toque de todo este entramado era el crecimiento económico en el primer mundo, apoyado sobre unas bases dificilmente intercambiables: los combustibles fósiles con un alto retorno energético y el desarrollo tecnológico. Sin ello, el castillo de naipes caía, el bienestar se tambaleaba, la desregulación se volvía inevitable, la precariedad (nunca desaparecida) emergía, la desigualdad se generalizaba… En palabras de Amorós, “se inauguraba una época caracterizada por la desvalorización de la fuerza de trabajo y la destrucción del territorio: el descenso de los salarios, el trabajo precario, la pérdida de derechos sociales, la alimentación industrial, las grandes superficies comerciales, la urbanización salvaje, la construcción de autopistas, et turismo de masas, etc., fueron sus rasgos más relevantes. La lógica especuladora y depredadora, típica de las finanzas, se extendió a la producción, a la distribución y a la explotación del territorio. Con las políticas monetarias que desincentivaban el ahorro, con el incremento de la deuda pública y con el crédito a espuertas, se quiso compensar la caída de la inversión privada y la congelación de los salarios. La crisis pudo disimularse un tiempo, pero solo para volver a manifestarse en estos últimos años gracias al estallido de las “burbujas” inmobiliarias y financieras, a las bancarrotas de algunos estados y a los grandes agujeros bancarios“. Lo que no fuimos capaces de hacer entender a una mayoría (aún no lo hemos sido) es que sobre unas bases que exigen un crecimiento ilimitado nunca ha sido posible construir un futuro, sólo un presente depredador: El crecimiento nunca puede ser infinito. El objetivo es construir una sociedad justa, igualitaria, solidaria, libre y del bienestar, sobre unas bases radicalmente distintas: sostenibilidad ecológica, producción socialista, escala humana, comunidades cuidadoras, confederalismo, feminismo, libertad individual, democracia social y económica… O, en palabras de Amorós, “un mundo justo, libre, igualitario, equilibrado, solidario y autogestionado“.

Lo que no fuimos capaces de hacer entender a una mayoría (aún no lo hemos sido) es que sobre unas bases que exigen un crecimiento ilimitado nunca ha sido posible construir un futuro, sólo un presente depredador: El crecimiento nunca puede ser infinito.

En lo estratégico, Amorós propone lo siguiente: “El órgano vertical de la dominación de clase ha de ser criticado en la práctica por organismos horizontales paralelos que atiendan no solo a las necesidades de la información y la lucha, sino a la subsistencia, como por ejemplo los relativos a la ocupación de viviendas, la producción de alimentos y energía, la asistencia médica y jurídica gratuitas o la enseñanza desescolarizada“. No obstante, reconoce que para ello son necesarios amplios movimientos autogestionarios que, en la práctica, “nunca superaron al estadio informal“. La cuestión esencial está entonces en cómo lograr que surjan o se consoliden esos movimientos fuertes y con instituciones propias para enfrentar al modelo de sociedad que promueve el capitalismo.

¿Cómo construimos un movimiento amplio y fuerte que camine hacia este objetivo? No nos sobran aliados. Es imprescindible participar en los espacios de movilización y de lucha de nuestra clase: Conflictos sindicales, huelgas, luchas en defensa de los servicios públicos, luchas por equipamientos en pueblos y barrios, luchas en defensa del territorio… Cuando se participa con ánimo constructivo en esos espacios de lucha, se genera cercanía y se está construyendo conciencia de clase. Es más, es ahí donde los anarquistas podemos disputar y argumentar a favor de nuestra línea política: poner la gestión de lo común en manos de organismos populares (que cabría que definir más detalladamente) antes que en manos de empresarios o burocracias estatales. Lograrlo nos permitiría tener a nuestra disposición (es decir, a disposicion de la gente trabajadora) instituciones no sólo de subsistencia: Instituciones de vida y cuidados para la transformación radical de la vida. Debemos aspirar por tanto no sólo a construir espacios de autogestión, sino a gestionar las empresas y los servicios públicos. Todos esos servicios que son reconocidos y defendidos por buena parte de nuestra clase, como la sanidad, la educación, el transporte, las bibliotecas, los parques y jardines… organizados de manera solidaria y democrática.

Alguien podría ver una oposición entre medios y fines entre la defensa de los servicios públicos y la construcción de movimientos populares revolucionarios. Esa oposición no existe, más allá de la visión dogmática que asocia lo público con lo que es propiedad del Estado y lo autogestionario con lo que es de todas las personas. Lo primero es claramente falso, ya que lo público tiene que ver más con los usos que con la propiedad. Nadie habla de cuarteles públicos o llama público al Palacio de la Zarzuela. Públicas son las plazas, las escuelas, los hospitales… Incluso los bares se consideran espacios públicos aunque la propiedad sea privada. Pero lo segundo es aún peor: confundir deseos con realidades. Las escuelas autogestionarias no cubren hoy las necesidades de una mayoría de la sociedad, y no son por tanto espacios comunitarios. Es la escuela pública quien cubre esa necesidad con muchas dificultades, en algunos casos incluso con prácticas pedagógicas transformadoras. Defender que la mayoría de la población pase a autogestionar su escuela u otros servicios garantes de derechos sin una reflexión profunda sobre las estructuras y los modos de vida actuales, y sin un proyecto mucho más trabajado y concreto de transición, es entregarse a fantasías. Lo es más aún creer que, de hacerlo aquí y ahora, la población autoorganizada va a optar sin más por metodologías radicalmente democráticas, feministas, ecologistas o de algún modo liberadoras en la gestión y los contenidos. Eso sería posible quizás con una población consciente y movilizada, cosa que no se logra únicamente deseándolo, sino actuando (de forma constructiva) dentro de los frentes de lucha de nuestra gente, las personas trabajadoras.

Para la mayoría de la sociedad, los servicios públicos son aquellos que dan cobertura a cualquiera, y muchas personas aspiran a convertirlos en lo más receptivos que sea posible (de ahí las demandas de universalidad en, por ejemplo, la sanidad) y lo más democráticos en su gestión. Tampoco a nivel individual podemos renunciar a la cobertura que nos aportan la sanidad u otros servicios públicos que en gran medida construimos como clase (aunque su gestión esté en manos del Estado). Desde la humildad que confiere el aceptar esta realidad es mucho más sencillo relacionarse con el resto de la izquierda y la mayoría social para construir movimientos fuertes y transformadores. Una propuesta flexible que integre la defensa de lo público con la gestión directa en manos de la comunidad no sólo tiene mayores oportunidades de prosperar, también permitiría trazar una política de alianzas con otros actores de la izquierda y, desde nuestra línea política, proponer la toma de servicios para que pasen a manos de la comunidad. Del mismo modo, una política sindical en las empresas que provean servicios útiles debe encaminarse a poner la producción en manos de los trabajadores y al servicio de la sociedad.

Para la mayoría, la lucha por la gestión directa de los servicios públicos, como tantas otras luchas tildadas de ciudadanistas, no es un intento de humanizar el capitalismo, es una demanda de los trabajadores en línea con lo que los libertarios siempre hemos defendido: la construcción de instituciones populares radicalmente democráticas.

Cuando Amorós tilda a todo esto de ciudadanismo o gestión del capitalismo no hace sino insultar y enfrentarse a nuestros potenciales apoyos, un análisis que nos dirige a una travesía por el desierto en busca de un oxímoron: sujetos revolucionarios acordes al dogma y que al mismo tiempo sean amplios y fuertes como para tener capacidad transformadora. En ese desierto, que algunos hemos recorrido de cabo a rabo, sólo encontraremos idealizaciones múltiples, desánimo y huidas hacia adelante. Ya hay muchas dificultades en la búsqueda de una transformación social revolucionaria como para hacernos trampas al solitario. Para la mayoría, la lucha por la gestión directa de los servicios públicos, como tantas otras luchas tildadas de ciudadanistas, no es un intento de humanizar el capitalismo, es una demanda de los trabajadores en línea con lo que los libertarios siempre hemos defendido: la construcción de instituciones populares radicalmente democráticas. Son esas instituciones las que pueden darnos la oportunidad de construir una vida sin capitalismo.

Aportemos a las luchas de nuestra clase desde nuestra postura: la de construir un ecosocialismo democrático, confederal y feminista. Si lo hacemos con una perspectiva constructiva y en positivo, los frutos superarán la frustración y la incapacidad que nos ha caracterizado durante demasiado tiempo. La urgencia del momento nos lo exige.

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