¿Cómo legitima la violencia un poder que es ilegitimo para el pueblo?

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Para responder esta pregunta debemos tener en cuenta varios elementos. El primero es lo que entendemos por pueblo y el desarrollo de legitimidad. Así pues, el pueblo –entendido en las dinámicas actuales en la mayor parte del mundo, sobre todo para nuestro caso inmediato- no es un ente homogéneo, sino que por el contrario, en él se visualizan muchas expresiones que pueden o no legitimar la violencia de un determinado poder en determinados momentos. Sin embargo, y como excepción a la regla, los pueblos que han alcanzado un mayor grado de autodeterminación y organización pueden conseguir niveles de legitimidad más o menos consensuados para poderes que ejercen o se ejercen sobre ellos, especialmente cuando se refiere a la seguridad y supervivencia frente a un poder externo.

Para desarrollar mejor esta idea podríamos empezar por explicar mejor el primer caso. Así pues, dentro de las sociedades modernas regidas por un Estado moderno, liberal, de bienestar y entretejidos en el mercado mundial, es este quien mantiene el monopolio de la fuerza y la violencia. Como lo explica Weber, este monopolio se sustenta en la aparente estabilidad que ofrece un Estado, quien es el responsable de la seguridad de sus ciudadanos. Esta idea, que ya nos la esboza Hobbes desde hace siglos, parte de la premisa de que la naturaleza humana es malévola (“el hombre es lobo al hombre”), y por tanto, las personas deben ceder su libertad a un soberano mayor1, quien es el encargado de garantizar el derecho primario a la vida (evitando que los seres humanos se asesinen entre sí por su propia naturaleza, que se ilustra mejor con un estado permanente de guerra civil) y la seguridad de la propiedad privada. Este soberano, que se puede también traslapar con el Estado moderno, debe ser entonces el único garante de la seguridad, monopolizando así el ejercicio de la violencia y ejerciéndolo a través de las leyes.

Para poder garantizar ello, el Estado se muestra a sus ciudadanos como un ente que les puede garantizar la seguridad a cambio de ceder parte de su libertad. Se hace preciso recordar aquí también a Maquiavelo, quién nos señala que esta actividad no es sinónimo directo de justicia, que termina siendo un anexo deseable pero no necesario para la existencia y permanencia del Estado. Entonces, que los ciudadanos cedan su libertad al soberano superior para que garantice que no entren en una “guerra civil” permanente es lo que permite que solo el soberano pueda establecer las reglas necesarias para cumplir el objetivo que le fue encomendado, tanto desde una perspectiva de legislación que establece normas, como la definición de castigos de forma punitiva (a través de las sanciones y la cárcel), que solo son posibles sí el soberano tiene también la capacidad de someter a cualquier infractor por mecanismos esencialmente violentos. El monopolio de la fuerza es, automáticamente, el monopolio de las leyes y normas que permiten su subsistencia.

Cuando el monopolio de la violencia garantiza la seguridad de los ciudadanos y sus propiedades, es cuando se legitima esta violencia. Sin embargo en la práctica este monopolio de la violencia se establece también para la manutención de privilegios de la clase que posee los medios de producción y administra el aparato estatal. Así, se derivan dos casos: que la violencia del soberano sea ejecutada para mantener la injusticia, y por tanto en el largo plazo no se puede mantener a si misma, o que el monopolio de la fuerza sea desafiado por la aparición de otras fuerzas violentas, siendo el original ya no un monopolio (como el caso colombiano, con múltiples actores armados no estatales).

Respectivamente, del lado de los sectores productores de base aparecerán con el solo curso de la historia –como lo señala Marx- aquellos quienes critiquen la supuesta legitimidad de esa violencia, declarándose en rebelión al rechazarla como ley; o en su defecto, cuando esta rebelión o factores externos (como otro soberano exterior, por ejemplo una nación enemiga) atacan directamente el monopolio de la violencia, esta no puede cumplir su objetivo, y pierde legitimidad a los ojos de los ciudadanos, quienes entonces se encuentran desprotegidos, a menos que el ejército interno tenga la suficiente fuerza para repeler ataques, usando cantidades inhumanas de violencia a ser necesario. Así bien, y dicho de manera coloquial, el Estado Soberano garantiza su monopolio de la fuerza ganando la empatía de sus ciudadanos (legitimidad, en mayor o menor grado) o imponiéndola, y en la mayor parte de casos, a través de una combinación de ambas formas.

Caso contrario es cuando el pueblo ha logrado llegar a niveles superiores de autonomía y autodeterminación. Así por ejemplo, las comunidades más organizadas y que protagonizan altos grados de resistencia (como las del Norte del Cauca colombiano o las Zonas de Reserva Campesinas) solo encuentran legitimidad en la violencia cuando nace producto de su propia decisión colectiva, que es mucho mayor cuando la democracia se vuelve más descentralizada y permea la mayor parte de capas (democracia participativa, deliberativa, ampliada y directa). Ejemplo de ello en la actualidad son las comunidades zapatistas en Chiapas (México) o el pueblo kurdo en Rojava y Turquía, que solo legitiman la violencia que nace de su autodeterminación, y por consiguiente, es relacionada estrechamente con el concepto de autodefensa (contrario al monopolio de la fuerza, al utilizar las armas en su plano únicamente militar y no como forma de defender un otro tipo política2).

Si entramos en detalle para los ejemplos citados, la violencia estatal es mucho más legitimada en los centros de los sistemas (como en los grandes centros urbanos o para los ciudadanos “de primera”), mientras en sus periferias parece perder apoyo. Esto se puede derivar de la misma finalidad de los sistemas centro-periferia, donde el objetivo principal es desarrollar las fuerzas productivas estratégicas como lo son actualmente las grandes industrias y la economía terciaria (de servicios), mientras los sectores marginados quedan relegados, sean por razonas étnicas, culturales, socio-económicas o geográficas. La violencia estatal se despliega con mayor fuerza mediática en los centros (sobre todo a través de un fuerte trabajo ideológico de propaganda, acompañada de campañas sociales de acercamiento con los ciudadanos), donde pueda actuar con cierta tranquilidad (es una “autoridad mucho más respetada”, o por lo menos, menos desafiada), mientras su presencia en las periferias se da básicamente en el terreno militar, teniendo mucha menor legitimidad e incluso encontrándose en entredicho como monopolio constantemente.

En resumen, la única manera en que un poder legitime una violencia que no es aceptada por el pueblo solo sucede cuando es ejercida. Bien por la violencia simbólica e ideológica, o con la fuerza física cuando se hace necesario. Pero para ambos casos, se hace necesario un pueblo sin autodeterminación (subyugado) y no organizado (dominado), en otro caso, favorable para quienes queremos la sociedad no estatal como forma de avanzar, se hace necesario que no exista el monopolio de la fuerza sobre las comunidades, sino el consenso de convivencia mutua entre ellas.

Steven Crux
Octubre, 2015

1 Que no necesariamente es solo una persona. De hecho, Hobbes nos introduce aquí el concepto de Estado Absoluto, como un aparato supremamente vertical, que compara con el famoso monstruo bíblico “Leviatán”.

2 Esto también nos trae a colación otros temas, porque el concepto de autodefensa difiere bastante de la construcción de la vanguardia armada según Mao Tse Tung. Así pues, para los ejemplos citados, las armas cumplen una labor de defensa de los procesos políticos construidos, de manera tal que no se sigue la máxima leninista-maoista que asegura que “el poder nace del fúsil”, lo que a la larga ha significado que los mismos Estados “socialistas reales” han tenido que recurrir al monopolio de la fuerza contra el pueblo en determinados momentos y lugares para garantizar su supervivencia, como lo es el caso de Checoslovaquia (1968) y la conquista del Tibet (1950).

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