Contra la Ley

7 min. de lectura

“Yo doy vueltas a un peñasco que obstaculiza mi camino hasta que tenga bastante pólvora para hacerlo saltar; doy vueltas a las leyes de mi país en tanto no tenga la fuerza de destruirlas” —Max Stirner.

Resulta muy extraño, a la par que plausible, que muchos críticos con la religión, con el clero o con el teísmo en general, sean tan vehementes en sus pesquisas contra el antiguo y el nuevo Dios, contra su liturgia y sus voceros y que, no obstante, sean tan religiosos, tan dados a la veneración del rito y al postrarse ante una imagen absoluta y universal como aquellos. Extraño porque parecería lógico que en el momento en el que uno ha renegado de Dios, no se caiga en la misma burda trampa del pensamiento. Y plausible porque, a su vez, es una constante humana, del individuo concreto, la de buscar en un ente ajeno un punto de apoyo moral y ético, como así lo ha sido y lo es el concepto de divinidad. Pero que sea admisible no quiere decir que sea respetable, ni que se deba incentivar tal modo de actuar.

La mayoría de las ocasiones el ateísmo, la apostasía y la herejía quedan como mera superficialidad de otra forma de religiosidad aún más entroncada si cabe en la psique humana: la de la ley. Una ley que, por el hecho de basarse su creación en estructuras jerárquicas que no atienden al querer del individuo, no merece respeto ni consideración alguna. Es decir, leyes que no surgen como herramienta en favor del individuo y como consenso de un grupo social más o menos amplio, y que, por tanto, su condición, su existencia, atiende a otros avatares (da igual cuáles sean, en tanto que no nacen de mí o de un acuerdo con mis congéneres, son execrables) que deben ser sistemáticamente rechazados por el sujeto que añore la libertad más allá de donde la cifre un documento penal, jurídico, etcétera. Mil veces razón tenía Albert Libertad cuando proclamaba e invitaba a los ciudadanos a quemar sus documentos nacionales de identidad para, así, pasar a ser nuevamente personas, seres humanos en su plena acepción, que niegan su condición de esclavos del inventariado estatal, que niegan, en definitiva, su condición de números archivados bajo unos reglamentos legislativos acuñados bajo sinuosos, o muchas veces no tan sinuosos, parámetros.

De tal modo, y volviendo al argumento inicial, pululan en la actualidad caudales de ateos que arrogantes critican al teísta, al creyente, con superioridad moral mientras que son tan teístas como el que más. El católico arde en ascuas si se increpa a su Dios; de igual modo el ateo moderno se asusta, se bloquea y se le llevan los mil demonios cuando alguien le niega toda validez a sus leyes. Carcomidos por el contrato social generalizador de derechos y deberes, son incapaces de encontrar otro punto de apoyo fuera de la ley, fuera del Estado, que les permita retomar las riendas, no ya de sus vidas, que también, sino de lo más importante: el pensamiento individual, base de toda libertad. Mujeres y hombres regidos por designios ajenos a ellos mismos  y que, sin embargo, se creen libres de toda injerencia moral externa. ¡El siglo XIX, éste es un siglo sin duda de luz y ciencia, por lo que todo Dios ha muerto! No hay creencia más falaz que ésta. La amplitud moral del ciudadano genérico está coartada desde el mismo instante en el que nace, desde el momento en el que está predestinado a asumir unas obligaciones determinadas y una moralidad sesgada. Nada le diferencia del esclavo de Dios del hoy y del ayer. Nada, excepto su arrogancia. Puedo afirmar sin temor a caer en error alguno la siguiente máxima: Si bien antaño Dios era hacedor de leyes; hogaño son las Leyes las que son hacedoras de dioses.

Así, si asumimos que nos hallamos tan aherrojados a las leyes como se hallaban nuestros antepasados a Dios y sus ministerios, también podremos asumir que es tan primordial acabar con uno como con otro. Ya no estamos ante el si dios existiese realmente, habría que hacerlo desaparecer de Miguel Bakunin; no, ahora sabemos que existe, sabemos qué quiere y a quién sirve: sólo hay que acabar con él. Las formas de hacerlo son diversas, pero si tuviera que quedarme con una, me quedaría con la descrita hace unos siglos por el filósofo Étienne de La Boétie, cuando dice en su Discurso de la servidumbre voluntaria o el Contra uno (excepcional, por cierto, el último modelo titular) lo siguiente: Estad resueltos a no servir y seréis libres. No deseo que lo forcéis, ni le hagáis descender de su puesto; sino únicamente no sostenerlo más; y le veréis como un gran coloso al que se ha quitado la base, y por su mismo peso se viene abajo y se rompe. Y añadiría: si ves que ya es demasiado débil porque una parte sustantiva ya no la soporta, y aquí vendría el porqué de la cita inicial de Stirner: aplástala.

A partir de ahí, de su aniquilamiento, ya sería deber del nuevo hombre libre el de hacer su camino en función a una libertad compartida, a una igualdad hermana, evitando todo resquicio autoritario y jerárquico que pudiera servir de germen para el resurgimiento de nuevas (pero siempre antiguas) formas de dominación; es decir, a partir de la destrucción sería inevitable la labor de construcción antiautoritaria y armoniosa que el anarquismo siempre ha propugnado.

ETIQUETADO: , , ,
Comparte este artículo