Contra la PAH: Sobre la falsa moralidad burguesa

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A raíz de los acontecimientos recientes, en los que se ha visto a los adalides de la legalidad soltando soflamas y sofismas contra la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH), todas tan burdas como intentar asociar el escrache que ha venido desarrollando en las últimas semanas contra diversas personalidades políticas con lo acaecido con los nazis y su persecución sistemática a los judíos (he aquí el nivel político de la reacción) o, no menos absurdo e insultante, inventarse no se sabe muy bien qué vínculos con el entorno de ETA, táctica retórica que tan buenos resultados le ha dado siempre a unos y a otros, he decidido escribir este pequeño texto que espero sirva para hacer denotar al lector el fariseísmo de los que profieren tales exabruptos. Esta actitud desacreditadora la podemos ver plasmada en los dos partidos que pugnan por conseguir el voto derechista, incluyendo aquí al progresismo, a saber: UPyD y PP; personificado, a su vez, en algunos de sus miembros más ilustres: Rosa Díez, por el lado del primero, a la que le ha gustado siempre de las asociaciones lógicas ETA-nazismo, y la conocida represora Cristina Cifuentes, delegada del Gobierno de España en Madrid, que representaba, no hace tantos años, el sector más liberal del PP, y que ahora vemos como lo que acaba por ser todo sujeto que se acerca siquiera un rumor al poder: un opresor, antes potencial, ahora fáctico. Sus deplorables declaraciones son conocidas por todos, así como sus intenciones desestabilizadoras, por lo que pasaré a otro aspecto que yace en el trasfondo del asunto y que creo que se está obviando.

 No es casualidad que justo ahora que los movimientos sociales se están radicalizando, aunque sea con liviandad, al ver lo falaz de la democracia burguesa y mercantil, los reaccionarios se guarden asustados bajo las mismas faldas, arguyendo continuamente y dirigiendo el debate hacia dos principios morales que creen, a todas luces, absolutos: El primero de estos dogmas de fe bebe directamente del cristianismo, y de hecho está recogido en los textos bíblicos, concretamente en Mateo 7:12, y dice así: ‘’Así que, todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos; porque esto es la ley (…)’’. Fórmula coloquial que, a buen seguro, todos reconocemos bajo el siguiente aspecto: ‘’No hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti’’. Son por lo menos tres las ocasiones en las que, en distintos debates televisivos, me he topado con esta cantinela cristiana, convertida en tótem moralizador para todo el mundo. De otro lado, y como anverso liberal, está la también conocida máxima moderna según la cual ‘’Mi libertad –la de todos– termina donde empieza la del otro’’; que el anarquismo recoge y potencia hasta los límites del infinito del ser humano.

A priori, ambas sentencias morales parecen no sólo deseables para todos los hombres, sino el súmmum de todo pensamiento que persiga unos fines mínimamente humanos. Dudo que haya alguien que no se halle atraído de una forma u otra por estos dos asertos. Incluso yo, que voy a intentar desentrañarlos como enunciados contraproducentes y falaces, me asombro por las vibraciones positivas que levantan en mí, aun cuando provengan de bocas y mentes de lo más aviesas y retrógradas. Y es que estos argumentos han sido usados por los sectores más conservadores desde hace, me atrevería a decir, cientos de años. De hecho, al empezar a bosquejar este escrito en la imaginación, me vinieron a la cabeza unas cuartillas escritas por el anarquista Antonio Faciabén, y que recoge Xavier Díez en su magnífico libro El anarquismo individualista en España [1], que tratan precisamente sobre estas leyes morales absolutas, particularmente de la primera, pero que sin duda puede extenderse a la segunda; en éstas, como digo, Faciabén afirma lo siguiente:

«Esta máxima, que parece encerrar la suprema ley moral, que todos deberían acatar para establecer la verdadera armonía de las relaciones humanas, si bien reflexiona, no es más que uno de tantos sofismas que existen en la sociedad autoritaria, tan apegada a las frases huecas y a la petulancia. Tendría algún valor ese postulado en una sociedad igualitaria, en la que todos se hallasen con las mismas facilidades externas para vivir y prosperar (…)».

En este breve fragmento, tomado de consideraciones más amplias, el autor sentencia, muy acertadamente, que toda la letanía moralizante por la que la burguesía ha optado, más cercana a la moralina barata, tendría alguna razón en una sociedad erigida en principios libertarios e igualitarios, pero no así en una autoritaria, asentada en principios mercantiles y cosificadores de la vida humana. En efecto, poco sentido tiene para el individuo que se ve abocado a la pobreza más miserable a causa de la insolidaridad y la falta de ética de unos cuantos, el respetar las convenciones que precisamente esa minoría parasitaria del esfuerzo individual del trabajador ha consolidado como evangelio. Han hecho de sus intereses particulares derecho y ley, perjudicando así a la mayoría.  Es más, puedo afirmar, pues no hace mucho yo mismo fui uno de ellos, un retrógrado, que estas ideas de igualdad ni siquiera asoman por su mente. La legalidad vigente les ha vuelto ciegos y mecánicos, haciendo tábula rasa con toda persona que se sale de sus cuentas economicistas, de sus parámetros, pasan a despreciar cualquier valor humano basado en la fraternidad y en la solidaridad. La libertad sin igualdad es una entelequia. ¿Con qué cara podría yo decirle al mendigo que duerme en frente del Palacio de Liria –el ejemplo no es casual, es real– que no asalte o se sienta violento para con los ricachones que podrían alimentar con sus sobras a miles de individuos? ¿Cómo se le podría decir a este compañero que ‘’Su libertad termina donde la del otro’’ o que ‘’No haga a los demás lo que no quiera que le hagan a él’’? Vergüenza me da este hecho del que me considero cómplice directo, no así que los hijos de un dirigente popular lloren por un escrache.

 Han tomado la educación y los medios de comunicación y con estos, la conciencia de la población, dándole la vuelta a la ética. Ya no son los insolidarios que acaparan toda la riqueza humana, aquellos que con su avaricia evitan la fortuna de otros, los que se deben sentir apesadumbrados por su actuar; no, ahora son los pobres, los desahuciados, los que no tienen nada que perder pero sí mucho que ganar, los que al parecer deben pedir disculpas por acciones que no llegan ni a lo que se merecen todos estos arribistas modernos. Hemos llegado a un punto totalmente kafkiano.

En definitiva, para no extenderme mucho más, finalizaré con una cita de Bakunin, la cual se ajusta a lo que quiero expresar en este texto: «No soy verdaderamente libre más que cuando todos los seres humanos que me rodean, hombres y mujeres, son igualmente libres». Por tanto, no se debe aceptar ninguna moral –que no ética– hasta llegar a la mayor igualdad posible de todos los hombres, que no es sino la consecución de la libertad definitiva, máxima aspiración histórica de todo ser humano.

[1] DÍEZ, Xavier. El anarquismo individualista en España (1923-1938) (pg. 196-197)

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