Distopías en línea I: Tecnoilusiones rotas

Por Protorm
7 min. de lectura

Nos observa una mirada fija, obsesiva, penetrante. Unos profundos ojos que nos atraviesan, que tratan de investigar en el fondo de nosotros, de conocernos a través de nuestra intimidad virtual. ¿Somos nosotros, como nuestros ídolos, una simple falsificación? ¿Un producto de marketing que consume mentiras y se comunica con otros a través de estas?

A lo mejor es que todos pensamos que Steve Jobs fue un gran hombre incluso sabiendo que ganó billones a costa de niños. O a lo mejor es que sentimos que todos nuestros héroes son falsos. El mundo en sí es una gran patraña. Nos espameamos los unos a los otros con continuos comentarios; mentiras enmascaradas como si en realidad pensáramos así. Redes sociales que nos hacen pensar que de verdad tenemos intimidad. ¿O es que hemos votado para esto? No con nuestras amañadas elecciones, sino con nuestras cosas, nuestras propiedades, nuestro dinero. No estoy diciendo nada nuevo. Todos sabemos por qué hacemos esto. No porque los libros de Los Juegos Del Hambre nos hagan felices, sino porque queremos estar sedados.

No cabe duda de que el monólogo de Elliot, protagonista de Mr Robot, es una crítica a la alienación en la que nos ha sumido el capitalismo que nos gobierna. Encierra en sí mismo un profundo sentimiento de aislamiento y desconexión con la sociedad. Un sentimiento extendido por la cada vez mayor mediación tecnológica entre cada individuo y quienes le rodean, pero también por la extensión de la inseguridad laboral, la falta de derechos, la difusión de modelos falsos e inalcanzables, el individualismo…

Hoy el mundo de Elliot es nuestro mundo hasta tal punto que ni siquiera las referencias se esfuerzan en ocultar su obviedad. Corporaciones como E(vil)-corp (Enron, con características de otros gigantes como Google o Apple) son enfrentadas por hacktivistas como f-society (Anonymous). Un espectáculo pseudorevolucionario que no logra ni detener el creciente control social, ni las políticas antipopulares, ni por supuesto los problemas psicológicos crecientes del individuo atomizado. Más bien al contrario, ayuda a extender la obsesión tecnológica y el aislamiento dentro de un entorno de creciente control social.

La pseudo-revolución de Mr Robot está vacía. Hundimos los bancos, eliminamos las deudas… y nada fundamental ha cambiado. Las proclamas megalómanas de un Elliot obnubilado son un grito en el desierto, un mapa a ninguna parte sin ningún contacto con la realidad. Esas alegorías más que evidentes de Mr. Robot con nuestra realidad sólo están ahí para engañarnos. Es cierto, hoy los hackeos y la exposicion de datos ocurren con relativa frecuencia, hasta el punto de haberse convertido en armas de intervención geopolítica: Hemos visto en primera persona a militares estadounidenses matar impunemente a civiles en Irak y Afganistán, hemos sabido cómo nos vigilan a cada uno de nosotros las agencias dedicadas al control social… A pesar de ello, ni siquiera hemos tomado con determinación la decisión de dejar de entregar nuestra intimidad y nuestras relaciones a las grandes corporaciones. Nos asusta y nos indigna el que Alemania pueda crear un fichero de radicales de izquierda, pero apenas ponemos pegas al hecho de que exista un mercado de datos sobre dónde, cómo y cuándo nos movemos, qué apuntamos, qué tareas hacemos, qué información difundimos… Así, con tan bajo nivel de conciencia sobre cuestiones tan fundamentales, es dificil que las revelaciones escandalosas puedan convertirse en una herramienta para democratizar la sociedad y acabar con la injusticia del actual sistema económico.

Son malas noticias para los pequeños hackers con intenciones revolucionarias: es imposible ser un agente transformador desde el aislamiento. El modelo de héroe individual que cambia el mundo él sólo (o con un pequeño grupo de iluminados desconectados de la mayoría social y firmemente aferrados a sus dogmas) es falso, aunque esto decepcione al egocentrismo de algunos. Toda esa estética hacker y pseudocrítica no es más que buen embalaje para (re)vendernos la fallida idea de vanguardia y alejarnos de la posibilidad real de un cambio revolucionario.

Más que acciones aisladas y grandilocuentes necesitamos un compromiso individual que se haga colectivo y que empiece por negarnos a que se trafique con nuestra intimidad. Necesitamos también un programa ecosocial, que demuestre aprecio por lo real no virtual y por lo comunitario; que se enfrente al individualismo tecnófilo, profundamente ingenuo sobre el momento actual y el futuro que nos espera. Y necesitamos, finalmente, estrategias para una decidida acción colectiva que ponga coto a los abusos de las multinacionales y se anime a prefigurar sociedades habitables.

En el horizonte cultural de la mayoría el futuro oscila, en el mejor de los casos, entre dos polos. Uno, ilusiones tecnológicas a la desesperada que ni siquiera carecen de aspectos distópicos. Otro, la pesada realidad de un previsible colapso ecológico, que habita como un miedo abstracto en el fondo de nuestras psiques, al que preferimos no conjurar. Lo que me devuelve a la pregunta inicial sobre si somos algo más que meros consumidores de marketing, si podemos cuestionar el contenido de los productos culturales que consumimos. Si es así, apostemos por una cultura que difunda modelos críticos, anclados en lo común frente a lo individualista, lo material real frente a la ilusión tecnológica, la movilización frente a la pasividad y la ética frente a la estética. Eso implica repensar cómo vemos y deseamos el futuro, cómo hablamos de él en el presente. Recuperar una aspiración utópica de izquierdas que nos impulse a avanzar; es decir, una utopía materialista, viable, sostenible y feliz.

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