Indómitos: una aproximación al islamismo yihadista. IV

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América ha salido de sus cuevas”: política (exterior) tras el 11S e (interior) tras el 11M.

¿Tenían un objetivo estratético, más allá de la destrucción, los planes para la acción del 11S? ¿Pretendían acaso los cerebros de al-Qaeda la apocalíptica reacción que de hecho consiguieron arrancarle a la administración de Bush hijo y que incluyó una nueva intervención militar en Oriente Medio?

Los atentados del World Trade Center y el Pentágono el 11 de septiembre de 2001 supusieron una conmoción para la sociedad americana y un jaque al rey. Los EEUU recibieron un recordatorio de la fragilidad de sus defensas en un momento que suponían pacífico: su supremacía militar y la falta de una potencia hegemónica que le hiciera sombra habían creado la ficción de la inmortalidad. Acostumbrada a la permanente tensión de la Guerra Fría y a la amenaza ya muerta de las cabezas nucleares soviéticas, tras la disolución de la URSS y con la llegada del salafismo yihadí la nación tuvo que afrontar una forma muy otra de enfrentarse al enemigo. Esta vez no se trataba de un adversario masivo, como lo fue Rusia, sino de un grupo terrorista prácticamente desconocido que impactó en las defensas de la gloriosa norteamérica y las quebró violentamente. Varias consecuencias subsiguen a la mayor intervención efectuada por una fuerza militar no estatal hasta ahora.

La primera de ellas es el radical cambio que experimenta la agenda de los EEUU en materia de seguridad y política exterior. El primer mandato de George W. Bush se enfocó hacia una retirada progresiva de tropas en el extranjero, además de una reducción considerable del presupuesto destinado al ejército. De alguna manera se pretendía retornar al estadío más aislacionista del país. El devenir de los acontecimientos, sin embargo, obligó a la administración presidencial de Washington a volver al intervencionismo que tan habitual había sido en anteriores legislaturas. Amparado en un deber moral para con el mundo, Bush Jr. declaró la “guerra contra el terror” y envió de forma inmediata tropas al Medio Oriente, del que sólo hacía unos años que había regresado. La respuesta adquiere una forma clásica: la declaración de guerra. Ante la negativa del gobierno talibán a entregar a bin Laden y sus secuaces, que siempre habían mantenido buenas relaciones con su régimen, se da paso a la invasión de Afganistán, que aún dura, por parte de las tropas americanas. A ello se suma la controvertida guerra en Irak –a diferencia de la afgana esta no contaba con el apoyo de Turquía, pese a ser miembro de la OTAN, ni de la Liga Árabe, que sí la habían legitimado en el caso de la toma soviética veinte años atrás–, iniciada el mismo año de 2001 y englobada igualmente en el combate general contra “el Eje del Mal”. Lo cierto es que el despliegue de tropas por toda la zona del Golfo se había efectuado de forma progresiva antes de dar comienzo a las hostilidades; EEUU, con la excusa de neutralizar la amenaza que Hussein suponía para la seguridad internacional debido a la posesión de armas de destrucción masiva –algo que no se ha confirmado hasta la fecha– y la pretensión de instaurar un régimen democrático en el país volvió a tomar posesión en un área donde le era de suma utilidad tener el control: la cuenca petrolífera por excelencia.

Ahora bien: son declaraciones del propio bin Laden tras los ataques de 2001 en medios islamistas, como la cadena qatarí Al Jazeera, las que inducen a pensar que esta invasión formaba parte del plan. Demos credibilidad por un segundo a la suposición de que más que considerar la destrucción del principal centro financiero de los EEUU como el fin principal de los atentados del 11S lo que se pretendía era esta respuesta violenta desde Washington para contraatacar la afrenta sufrida. “América ha salido de sus cuevas”, dijo el cabecilla de la Yihad: el enfrentamiento con un enemigo poderoso y percibido por la comunidad musulmana como claramente externo y opuesto a los valores islámicos tiene sin duda mayor capacidad de convocatoria que la lucha contra el enemigo cercano, con la que el fundamentalismo ya había claudicado tiempo atrás –cuando las salvajes persecuciones a las que se vieron sometidos los miembros de los grupos yihadistas mermaron por igual sus efectivos y sus ánimos–. Es decir: la provocación que para toda la sociedad occidental supone el 11S se idearía como catalizador para una futura provocación del mundo musulmán que hiciera a su vez alzarse el clamor furioso de la Umma.

No cabe duda de que a la imagen de los EEUU le benefició de una u otra forma la agresión de que fue objeto. Frente a la situación plana de liderazgo de la fase anterior, en la que no se enfrentaba de facto a un enemigo poderoso de similares capacidades económicas y militares, ahora se posiciona como una potencia que está bajo una amenaza real, fraguando su hegemonía y, de paso, la legitimidad de su invasiva presencia en el Medio Oriente. Sin embargo la marca EEUU se ha vistotambién muy desprestigiada debido a las técnicas de tortura –eufemísticamente llamadas enhanced interrogation techniques, técnicas de interrogatorio mejoradas– que empleó contra los individuos implicados en los ataques del 11S detenidos bajo sus órdenes; así como por la posibilidad de que la ejecución de Saddam Hussein en 2011 fuera un acto extrajudicial. La opinión pública mundial no era ajena a las atrocidades cometidas por los agentes de seguridad que decían luchar contra el terrorismo pero utilizaban métodos que se asemejaban mucho a él.

Siendo cierto lo anterior, encontramos justificación política también para las explosiones de los cuatro trenes en Madrid el 11 de marzo de 2004. Después de la masacre el gobierno del Partido Popular –que finalizaba su legislatura apenas unos días después del suceso–, con José María Aznar como su presidente, se esforzó enormemente a nivel mediático para intentar difundir la opinión de que había sido la organización más señera del terrorismo español, ETA, la responsable. Pronto surgieron dudas sobre esta versión: con una capacidad muy mermada en los últimos años ETA no parecía tener la fuerza logística suficiente para llevar a cabo algo de tales dimensiones. Sin embargo los populares eran muy conscientes de lo que, de haberse creído, esto supondría en su beneficio –aunque sólo fuera posible minimizar los daños, que no evitarlos del todo–. Recordemos que España prestó sus tropas en apoyo a la intervención estadounidense en Irak, con la oposición de gran parte de la ciudadanía. Permitir que se vinculara el 11M al mundo islámico no significaba sino que la población lo asumiría como una venganza, culpabilizando al PP en tanto que se opuso a la opinión de la mayoría y, haciendo caso omiso a las protestas, apoyó el golpe militar. Y así fue: el 14 del mismo mes las votaciones dieron el poder al gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero.

Es difícil, de cualquier forma, aseverar la pertenencia de los yihadistas a quienes se culpabilizó de las explosiones en Madrid al núcleo de al-Qaeda. En cualquier caso, no se tataría esta de una organización matriz al uso, de la que emergieran las distintas células que quedarían bajo su control: más bien los grupúsculos independientes se verían hermanados ideológicamente por la Yihad y el islamismo, lo que, en principio, sería suficiente para prestar sus servicios y aceptar el martirio por la causa sagrada; si bien se ha hablado mucho de la posible función de enlace entre la agrupación local y la oriental que algunos implicados podrían tener.

J.

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