La anarquía como sublimidad democrática (y III)

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DEMOCRACIA REPRESENTATIVA COMO FALACIA GENERALIZADA.

La palabra “democracia” y, por ende, el mismo concepto que ella designa, tienen su origen en Grecia. Parece, pues, lícito, y aun necesario, recurrir a la antigua lengua y cultura de la Hélade cuando se intenta comprender el sentido de dicha palabra, tan llevada y traída en nuestro tiempo.

Para los griegos, “democracia” significaba “gobierno del pueblo”, y eso quería decir simplemente “gobierno del pueblo”, no de sus “representantes”. En su forma más pura y significativa, llevada a la práctica en la Atenas de Pericles, implicaba que todas las decisiones eran tomadas por la Asamblea Popular, sin otra intermediación más que la nacida de la elocuencia de los oradores. […] Se trataba de una democracia directa, de un gobierno de todo el pueblo.

Así comienza, muy acertadamente, Ángel Capelletti, filósofo anarquista argentino y profundo conocedor del periodo clásico, su célebre artículo ‘’Falacias de la democracia’’, publicado en el periódico de la CNT de Bilbao [1]. Es muy significativo que antes de iniciarse a desmontar los motivos por los que la democracia liberal y parlamentaria no es verdaderamente una democracia, introduzca su etimología, así como la concepción que se tuvo en principio de aquella, como elementos que se tornan necesarios de conocer. Dejando de lado la falla que supone, y él así lo denota a continuación, que el pueblo griego se reducía a un grupo insignificante de la sociedad (exclusivamente ciudadanos libres se situaban amparados por el término), es importante rescatar esta concepción de democracia como «gobierno del pueblo» y no como «gobierno de sus representantes.»

Pero Capelletti no se detiene ahí, y prosigue:

La democracia moderna, […], a diferencia de la originaria democracia griega, es siempre indirecta y representativa. El hecho de que los Estados modernos sean mucho más grandes que los Estados-ciudades antiguos hace imposible -se dice- un gobierno directo del pueblo. Este debe ejercer su soberanía a través de sus representantes […].

Pero en esta misma formulación está ya implícita una falacia. El hecho de que la democracia directa no sea posible en un Estado grande no significa que ella deba de ser desechada: puede significar simplemente que el Estado debe ser reducido hasta dejar de serlo y convertirse en una comuna o federación de comunas.

Es decir, se asume que funciones organizativas superiores tales como el Estado necesitan de forma indefectible un orden de representatividad inferior, pues sino no son capaces de funcionar debidamente. Por tanto, se acepta una relativa pérdida de libertad —aun cuando esta sea total en tanto que  se pierde la autonomía en favor de un ente supraindividual— con el fin de que el sistema pueda mantenerse y no colapse y lleve al «caos».  Ésta es para el pensador argentino la primera falacia del discurso bien-pensante y pseudodemocrático que se vierte desde las cúpulas políticas y económicas. Las razones que le llevan a tal conclusión parecen claras: el criterio de elegibilidad no representa en última instancia el querer de aquellos a los que dice representar, es más, se podría decir, y mucho más en los virulentos tiempos que corren, que es justo al contrario, esto es, que su motor representativo no es el pueblo, sino vectores económicos que adquieren en algunos casos nociones casi divinas.

En cualquier caso, y dando por válida la opción de que no puede existir sociedad humana basada en principios no autoritarios y jerárquicos (afirmación fácilmente desmontable), nos encontraríamos ante otra falla en el planteamiento de la democracia representativa como panacea democrática, a saber: que la representatividad no abarca a toda la población, dejando a un importante colectivo (minorías sociales e individualidades de toda índole) fuera del sistema. Así, tal y como viene denunciando el anarquismo a lo largo de los últimos decenios, nos movemos entre periodos de dictadura económica —revestida, eso sí, bajo el fino manto de respetabilidad que pudiera conferirle una votación periódica—, que no difieren en exceso de tiempos pasados donde la libertad era una mera ensoñación. Y, para mayor escarnio, no sólo es ese el problema, pues aceptando que la voluntad mayoritaria es el mal menor, el mal que siempre, por defecto, hay que valorar en tanto que supuestamente posee la razón misma de la democracia, toparíamos en seguida con otro dilema: ¿Cuándo se delega la voluntad individual o colectiva en otro sujeto o grupo, se hace porque se cree que en verdad representará con fidelidad tus inquietudes, o más bien a modo de desentendimiento? Con poco que miremos cómo funcionan las dinámicas democráticas burguesas, nos percataremos que, en última instancia, el motor no es el primer caso sino el segundo. De esta forma presenta Capelletti la problemática:

La democracia representativa se enfrenta así a este dilema: o los gobernantes representan real y verdaderamente la voluntad de los electores, y entonces la democracia representativa se transforma en democracia directa, o los gobernantes no representan en sentido propio tal voluntad, y entonces la democracia deja de serlo para convertirse en aristocracia.

De este modo, vivimos regidos por una aristocracia que no sigue, y aunque su voluntad fuese tal no podría, el querer del pueblo. La población, sobre todo en esta crisis sistémica, empieza a darse cuenta poco a poco de la sinrazón democrática en la que vive; sin embargo, nos enfrentamos a otro nuevo dilema: esta desazón bien puede dirigirse hacia el autoritarismo político, económico, etcétera., o bien puede dirigirse hacia métodos más democráticos.

En general, muy pocas personas de este país, a menos que estén altamente politizadas, lo cual es la excepción y no la regla, pensarían en la anarquía como el sistema más democrático. Las razones por las que lo hace ya se han bosquejado brevemente en textos anteriores. Ahora bien, no por ello se debe dejar de reiterar que es ésta realmente la que impronta una mayor cota de libertad en el hombre y, por tanto, en la sociedad. El bello aserto «cada uno según su capacidad, a cada uno según su necesidad» que lo comunistas libertarios del siglo pasado gritaban con vehemencia; el afán ilustrado de igualdad, libertad y fraternidad; la consecución de la autonomía individual sin esto menoscabar la libertad social; todos estos ideales, asentados sobre el apoyo mutuo y la cordialidad humana, no pueden, en definitiva, verse obviados en la actualidad. Por todo ello, la labor de regeneración —lo que desde aquí se intenta— ha de ser febril; la agitación continua y la organización anarquista incipiente. Como dice el filósofo argentino en el texto que he utilizado para vertebrar este artículo en su final:

Sólo la democracia directa y autogestionaria puede abolir los privilegios de clase y, sin admitir ningún liderazgo, reconocer los auténticos valores del saber y de la moralidad en quienes verdaderamente los poseen.

Y, decidme todos, anarquistas y no anarquistas, ¿qué es la anarquía sino la forma más sublime de democracia directa y autogestionaria por y para los seres humanos?

[1] Capelletti, Ángel. Falacias de la Democracia.

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