La completa anulación

24 min. de lectura

Quiero vivir entre gente que es consciente de que vivimos en guerra. Una guerra contra la vida. Contra el espíritu. Quiero vivir entre gente que no se mire a las manos ni evite tu mirada cuando hables de lucha o insurrección porque, en el fondo, saben que han claudicado, y porque (tal vez, sólo tal vez) nunca han odiado realmente el sistema. Entre personas que no hayan sido compradas. Que no comieron las pastillas que les ofrecían porque preferían luchar con su sensación de angustia patologizada que vivir en la zona muerta. Que no fingen estar luchando cuando es obvio que lo que están haciendo es convertir un campo de batalla en un jardín. Quiero estar en un lugar en donde la guerra sea admisible.

Una vez escuché decir que ir a Palestina era un alivio porque, de repente, la realidad exterior iba a la par con su experiencia emocional cotidiana en los países occidentales: una situación de crisis. Y yo también siento esto. En disturbios, en grupos, en acciones. En donde vivo, el enemigo es tan grande que engloba todo, incluso a mí mismo. No hay esperanza más allá de esta realidad. Después de todo, éste es un lugar a donde la gente viene buscando asilo. Sigue siendo una tierra prometida en donde las calles están pavimentadas con oro. ¿Cómo se pelea contra eso? No hay ningún dentro o fuera del sistema. Y parece que no hay salida.

Estoy intentando entender la política de la violencia autoinfligida en países avanzados. Creo que la poca salud mental de una gran parte de los europeos y estadounidenses desmiente cualquier idea de que exista un buen sitio para estar en el capitalismo. Los problemas de salud mental son pandémicos. La depresión es una de las principales causas de muerte en Occidente.

Cientos de miles de personas se autolesionan cada año en España. El despotismo de los modelos biomédico, farmacológico y psicoterapéutico de salud mental continuará intentando persuadirnos de que el problema está dentro de nosotros, como individuos, como organismos desajustados que están fallando. Puedo estar de acuerdo con esto, en cuanto a que nuestras condiciones existenciales tienen un efecto devastador en nuestra salud física y mental: nutrición pobre, ambientes estresantes, relaciones inestables, polución (aire, luz, material y ruido), agresiones generalizadas, soledad, trabajo y tecnología omnipresente; todo esto dificulta, a mi parecer, extraordinariamente, nuestra capacidad para crear y mantener una buena salud, un buen cerebro, unas buenas relaciones sociales y un buen humor. Pero, por otra parte, creo que nuestra salud mental, o la falta de ella, es sobre todo una respuesta normal a unas circunstancias anormales y constituye, de alguna manera, la línea de frente, las trincheras, en la guerra contra la humanidad llevada a cabo por el Estado-nación y la masacre económica.

Se piensa que las autolesiones son la segunda causa de ingreso en las salas de emergencia del Reino Unido (la primera son los “accidentes”). La definición de autolesión intencionada (Deliberate Self-Harm, o DSH) se refiere a comportamientos de violencia autoinfligida como cortes, ingestión de sustancias tóxicas (incluidas las sobredosis de droga), quemaduras, cabezazos contra las paredes, tirones de pelo e intentos de suicidio. Otros comportamientos arriesgados más aceptados socialmente y más extendidos como el abuso del alcohol, el tabaco, los desórdenes alimenticios y el sexo sin protección también se consideran autolesiones, aunque no se incluyen en las estadísticas de autolesión.

Las estadísticas de autolesiones son problemáticas. La violencia autoinfligida se suele llevar a cabo en secreto, y muchos casos nunca llegan a los hospitales de urgencias. Sin embargo, un estudio gubernamental publicado en 2001 indica que aproximadamente 215.000 adultos en el Reino Unido podrían haberse autolesionado en un periodo de doce meses, y que más de 24.000 adolescentes ingresan cada año en los hospitales por herirse a sí mismos/as. Una vez más, estas cifras no incluyen la violencia doméstica, el abuso de sustancias tóxicas, el suicidio, los desórdenes alimenticios ni otros comportamientos autodestructivos. En su ensayo “La política de la tortura: Dispersando los mitos y entendiendo a los supervivientes“, Joan Simalchick escribe que “…el uso sistemático y generalizado de la tortura hoy en día no tiene precedentes… Amnistía Internacional describe la tortura como la epidemia del siglo XX.” En Occidente parece que hay una epidemia sin precedentes de autolesiones que ofrece, con sólo mirarla someramente, el inquietante panorama de una cultura caracterizada por la violencia sistemática y generalizada, pero, en este caso, autoinfligida.

La violencia autoinfligida es un tema complicado y mucha gente no lo entiende (incluso los/as que la llevan a cabo). También hay gente que manifestará públicamente no entender estos actos mientras en privado se autohiere, o se dedica a otras formas de autoabuso socialmente más aceptadas, algunas de las cuales han sido históricamente instituidas por los gobiernos y la industria con el objetivo concreto de establecer un control social y beneficiarse de él, las más conocidas son el alcohol, las drogas (las recreativas y las recetadas) y el tabaco.

La autolesión se suele explicar como una necesidad de control, comunicación y castigo. De la misma manera, la tortura trata de controlar al individuo, forzarlo a comunicar y castigar a la víctima y su comunidad. La violencia autoinfligida ha sido descrita como “una respuesta normal a circunstancias anormales.” Es un indicador de que no todo está bien en el mundo interno de alguien. Y el hecho de que sea un problema tan grande dentro de nuestra sociedad (junto con los problemas de salud mental en general) muestra que no todo está bien en nuestro mundo colectivo. Los animales en cautividad se autolesionan, y los seres humanos, sobre todo en Occidente, son cada vez más propensos a ello. Estoy pensando que, de seguir así, dentro de poco casi no existirá la necesidad de “desaparecer” personas, torturarlas, someter directamente a la población a aquellos que la controlan. Hemos sido entrenados/as para hacerlo nosotros/as mismos/as.

El sistema en el que vivimos ha estado desarrollando y perfeccionando sus técnicas de control social durante cientos de años: masacres, persecución religiosa, colonización, patrullas de reclutamiento forzoso, ahorcamientos masivos, esclavitud y servidumbre, cercamientos de tierras y destrucción de propiedades colectivas, deportaciones, el manicomio, la fábrica, la cárcel o el aula de escuela. Se esta construyendo una inmensa base de datos que constituirá los cimientos de un proyecto de tarjeta de identificación que proporcionará acceso a toda tu historia personal (perfil familiar, expediente escolar, historial de salud física y mental, muestra de ADN, escáner de retina y huellas digitales), a los cuales podrá acceder cualquier autoridad que consulte tu tarjeta de identidad, y que contendrá también un perfil de tus actividades

Occidente está fundado en la violencia, el exterminio y la tortura: hacia la tierra, hacia otras especies, hacia individuos y comunidades. Y antes de que los imperios salieran a conquistar el mundo, tenían que conquistar a la gente dentro de sus propias fronteras. El sistema en el que vivimos se basa en el genocidio y en el cercamiento. Algunos de estos sucesos ocurrieron hace tanto tiempo que no los recordamos. Pero estamos rodeados de las consecuencias. Y aquí, el gobierno, los educadores, las instituciones y los que sacan provecho han aprendido lecciones valiosas de la historia y han conseguido un perfeccionamiento de control social que hace de la resistencia un acto complicado: porque los perpetradores de violencia ya no son tan obvios, ya no es directamente el Estado sino nosotros/as contra nosotros/as mismos/as.

Una breve comparación entre las técnicas de autolesión y las técnicas oficiales de la tortura da qué pensar. Analizar las razones y las funciones sociopolíticas de la tortura, sus definiciones y técnicas y las consecuencias para la víctima y las comunidades involucradas, es, a mi modo de ver, un camino útil y revelador para entender la violencia autoinfligida en las economías capitalistas.

La función sociopolítica de la tortura es romper el poder del individuo. Es una forma de desarticular la voluntad psicológica de la víctima y de crear una cultura del miedo, no sólo en el individuo torturado, sino también en la comunidad de la que se podría extraer la próxima víctima. El torturador pocas veces quiere matar. Es un medio para el control social y las víctimas de la tortura son su herramienta.

Aquí no hay agentes secretos que decidan si puedes acceder a uno u otro trabajo, casa o escuela. Sólo hay una ingeniería social. No hay agentes secretos que nos comprometan confundiendo los hechos o engendrando comportamientos depresivos en personas-objetivo. No hay agentes secretos: sólo hay un sistema intangible pero eficazmente opresivo en donde el carcelero es todo aquello que deseas (y que se nos dice que es lo que la gente de todo el mundo desea), todo lo que piensas, todo lo que te rodea. Hay una confusión masiva perpetrada por los medios de comunicación y hay una cultura del miedo creada por el gobierno y su guerra contra el terrorismo, contra los jóvenes, los sin techo y los inmigrantes, además de por los métodos tradicionales para crear miedo a través de la imposición de normas culturales como el trabajo y la familia nuclear. Allí está la pobre salud mental de millones de seres humanos. No hay agentes secretos, pero el resultado es el mismo. No hay personas-objetivo, sólo una sociedad de individuos desvinculados de forma generalizada, alienados los unos de los otros y de sí mismos, fuera de control y apáticos.

La sociedad contemporánea predica el ideal de la igualdad no individualizada, porque necesita de átomos humanos, todos idénticos, para hacerlos funcionar en masa; todos obedecen las mismas órdenes, y no obstante, todos están convencidos de que siguen sus propios deseos. Así como la moderna producción en masa requiere la estandarización de los productos, así el proceso social requiere la estandarización de las personas.

Aquí, en Occidente, los ciudadanos no son torturados de manera rutinaria. Hay ejemplos de violencia evidente hacia individuos, perpetrada por el Estado y sus instituciones (en particular, dentro del sistema policial, del sistema de prisiones y del sistema de salud mental), pero nada de esto sería enmarcado en un contexto de tortura. La mayoría de la violencia en Occidente parece ocurrir entre ciudadanos o contra sí mismos.

La tortura se refiere a la amenaza. Amenaza a nuestra integridad: como una mente, un cuerpo, un alma, como una comunidad. La tortura se refiere a la creación de una cultura del miedo, círculos de silencio y obediencia absoluta a algo o alguien que no eres tú. Pero, ¿es posible que la sociedad capitalista en la cual vivimos no sea más que una vasta cámara de tortura sin lugar fijo que utiliza técnicas psicológicas muy avanzadas, tan astutas que llegamos a confundir un estado de tortura con un estado de privilegio?

Soportamos sobredosis de información (una especie de ruido blanco) totalmente banal, anestésica y paranoica. La capacidad de concentración ha disminuido y la interacción humana está cada vez más mediada por la tecnología. En lugar de nuestras vidas “reales” tenemos “realities”. Nuestras conversaciones, así como nuestros espacios privados, son interrumpidos constantemente por llamadas al móvil, nuestras amistades se mantienen a través de los mensajes de texto y los e-mails.

Vivimos en una cultura del miedo al otro/a. Estamos enchufados/as a los ordenadores y la televisión. La educación -como siempre- se basa en enseñarnos a no cuestionar, a pasar exámenes, a aprender sólo lo que el gobierno quiere que aprendamos, a rompernos para que seamos un engranaje más de la máquina.

Estamos sujetos/as a una vigilancia constante, aumenta el número de policías, agentes cívicos, seguratas, cámaras, furgonetas con vídeo, equipos de seguimiento de audio en los McDonald’s y las estaciones de tren, pulseras de seguimiento electrónico, móviles con cámaras y rastreo de llamadas y de correo electrónico.

Tenemos drogas para hacernos felices -legales e ilegales-, para hacernos olvidar que estamos estresados/as y ansiosos/as, para hacernos sentir cercanos/as a otras personas o simplemente para no sentir nada en absoluto, para mantener la economía funcionando, para levantarnos por la mañana y dormirnos por la noche. Tenemos terapias que nos ayudan a adaptarnos a un sistema que nuestros cuerpos y mentes rechazan. Si las drogas y las terapias no ayudan, tenemos drogas más fuertes, hospitales psiquiátricos y otras prisiones. El diccionario de “enfermedades mentales” está en crecimiento, la mayoría de ellas podrían describirse simplemente: la civilización y el rechazo a la civilización.

La muerte, la enfermedad o las lesiones resultantes de abusos de sustancias, incluyendo el tabaco y el alcohol, la actividad sexual, los accidentes de transporte, la obesidad, la contaminación, el estrés, el suicidio y las autolesiones son epidémicas. La gente sí que teme por sus vidas. Pregunta a las miles de personas que cada año terminan en salas de urgencias porque se hicieron daño ellas mismas, o bebieron mucho, o no podían garantizar que no se matarían antes de que acabara la noche.

La forma en que vivimos es de cautividad. Es interesante que muchos de los problemas de salud mental que padecen hombres y mujeres urbanos/as tienen un paralelismo con el comportamiento de los animales en cautividad: reacciones de escape, desórdenes alimenticios, automutilación, comportamiento sexual anormal, etc. Los animales en cautividad, como los humanos modernos, tienen una vida relativamente cómoda: se les alimenta, limpia, están a salvo del salvajismo, tienen acceso a relaciones sexuales, un poco de espacio y algo de estímulo. Como en nuestra “buena vida”. Y aún así, no parece que la soporten. Nosotros/as tampoco.

Algunos aspectos de la civilización son claramente una tortura como la que se define en los manuales. Algunas definiciones de tortura mental incluyen: “detención en completa oscuridad, exposición a luces brillantes, exposición a ruidos constantes o privación del sueño. Condiciones precarias que incluyen la falta de comida, cuidado médico y comunicación.” Aplicar estas definiciones a la forma en que vivimos es bastante fácil: secuencias violentas en los telediarios, películas y juegos, alienación, policía por doquier, desinformación, exposición a luces constantes y ruidos y condiciones pobres (o cuanto menos, casi endémicamente estresantes)

Y el resultado:

“… la siguiente constelación de síntomas se encuentra con frecuencia asociada a un estresor interpersonal (por ejemplo, abuso físico o sexual a niños, palizas domésticas, ser tomado como rehén, encarcelamiento,… tortura): modulación afectiva disminuida, comportamiento autodestructivo e impulsivo, síntomas disociativos, dolencias somáticas, sentimientos de inutilidad, vergüenza, desesperación, desesperanza; sentirse permanentemente herido; pérdida de creencias anteriores, hostilidad, retraimiento social, sentirse constantemente amenazado, relaciones interpersonales deterioradas o cambio de las características de personalidad anteriores.”[1]

¿Qué hace la gente en cautividad, en las salas de tortura? Alguna gente mantiene la mirada sobre el suelo hasta que la terrible experiencia acaba. Pero si la situación continúa de manera indefinida -si es todo lo que conoces-, entonces la mente buscará su propia salida. “Marx predijo, erróneamente, que una profundización de la miseria material llevaría a la revuelta y a la caída del capital. ¿No será, más bien, que el incremento del malestar psíquico está llevando, por sí mismo, al reinicio de la revuelta, y que, de hecho, esta puede ser la última esperanza de la resistencia?”[2]

La civilización y todo lo que la define son, en esencia, los manuales de tortura psicológica aplicados a escala masiva. El comportamiento de autoabuso de muchas personas en Occidente tiene dos implicaciones: es al mismo tiempo un intento de sobrevivir en el sistema exteriorizando todo aquello que se nos ha enseñado a interiorizar, y, simultáneamente, una compulsión de llevar a cabo el proyecto del Estado -aquello del control social y el necesario desplazamiento de la ira y la desesperación desde su objetivo genuino pero nebuloso (el sistema compuesto por el Estado, la industria, las finanzas y el comercio), hacia el único objetivo accesible, el individuo aislado en una cultura en que la insurrección y la insumisión masiva son cada vez menos pensables-.

De alguna manera, la incapacidad de tantas personas de mantener un nivel aceptable de salud mental en los países capitalistas desarrollados es alentadora. Revela la lucha de un organismo vital contra las instituciones opresivas y aniquiladoras del Estado y el orden económico mundial: estar bien adaptado en una sociedad profundamente enferma no es ningún indicador de salud. Es el rechazo a una forma de vida intolerable. Es la incapacidad de ajustarse a aquello que es dañino y antinatural.

Dondequiera que estés, debes de saber que hay una guerra sin cuartel entre los imperativos capitalistas y la pasión por la vida de la gente sometida a él. La autolesión se entiende, por lo general, como una estrategia de aguante, al fin y al cabo, se trata de mantenerse vivo/a ante circunstancias intolerables. Sería un error, claro está, sugerir que la autolesión es lo mismo que la resistencia, aunque los problemas de salud mental tienen un gran coste para la economía. Es una reacción, una respuesta y un rechazo. Es el grito. Pero hasta que no sea politizado, seguirá siendo sólo un ataque del individuo contra el individuo.

Si la lucha de aquellos/as que sufren de problemas mentales o emocionales no estuviera tan contenida, desplazada y estigmatizada hasta por aquellos/as que se consideran “radicales”, quién sabe qué tipo de sociedad forjaría esa pasión por la vida desencaminada, esa inteligencia, ese rechazo. Mientras situemos al enemigo dentro de nosotros/as, alentados/as por un sistema entero, desde la educación hasta los modelos bio-médicos de la enfermedad mental, y mientras sigamos viendo estos comportamientos como enfermedades de las cuales hay una esperanza de cura basada únicamente en cambiar el mundo interno del enfermo -en vez de en derrocar el sistema-, nunca lo sabremos. Las sociedades capitalistas-imperialistas avanzadas han sido tan eficaces, tan brillantes controlando y definiendo cada aspecto de la vida y la psicología humanas (un préstamo de la historia fascista y totalitaria) que ya poca gente es capaz de ver esta situación; es omnipresente.

Creo que la mayoría de gente que sufre un “problema de salud mental común”, incluyendo mucha que se autolesiona (y esto incluye cualquier comportamiento que no sea saludable para la mente o el cuerpo), simplemente está revelando el estrés psicológico en masa causado por una exposición prolongada a las condiciones de vida bajo un sistema capitalista avanzado del cual no se puede escapar, una dictadura elegida, una cultura del miedo deliberada, un ambiente altamente contaminado y alienado, y un sistema omnipresente de vigilancia altamente desarrollado.

No hay ningún lugar seguro donde estar bien en el sistema capitalista global; sólo hay diferentes cámaras de tortura, con las herramientas adecuadas al objetivo y la etapa de la batalla.

Hay una historia de Augusto Boal, un dramaturgo brasileño radical pionero del Teatro del Oprimido, que al encontrarse en el exilio europeo durante los años setenta comentaba que no podía entender por qué la gente era tan infeliz si no sufría una opresión política. Sin embargo, después de un tiempo, llegó a la conclusión de que, aunque algunos estados europeos no eran tan abiertamente opresivos, esto era porque la gente había llegado a interiorizar la opresión y, a veces, ni siquiera veía a la autoridad como el enemigo: a esto lo llamó “el policía interno”.

Radix

Notas:

[1] DSM-IV-TR: Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, de la Asociación Americana de Psiquiatras, 1994.

[2] John Zerzan, Miseria psicológica de las masas

Comparte este artículo