La desbrutalización de la política

Por MrBrown
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Vamos a permitirnos empezar con una cita muy larga, pero magnífica para introducir el tema. En su biografía de Joseph Fouché –destacado personaje de la Francia revolucionaria, luego de la imperial y luego de la absolutista– escribió Stefan Zweig lo siguiente:

Este es uno de los secretos de casi todas las revoluciones y el destino trágico de sus caudillos; sin tener sed de sangre, verse obligados a derramarla. […] Robespierre, que puso su firma bajo miles de decretos fatales, combatió dos años antes, en la Asamblea Constituyente, la pena de muerte, y condenó la guerra como un crimen. Danton, a pesar de ser hechura suya el terrible tribunal, llegó a gritar estas palabras de desesperación con el alma atribulada: «Ser guillotinado antes que guillotinar». Hasta Marat, que pide públicamente desde su periódico trescientas mil cabezas, hace todo lo posible para salvar a los que están sentenciados a caer bajo la cuchilla. Todos los que más tarde han de aparecer como bestias sangrientas, como asesinos frenéticos, ebrios con el olor de los cadáveres, todos detestan en su interior (lo mismo que Lenin y los jefes de la revolución rusa) las ejecuciones. Empiezan por tener a raya a sus adversarios políticos con la amenaza de muerte; pero la simiente del dragón del crimen surge violenta del consentimiento teórico del crimen mismo. No pecó por embriaguez de sangre la revolución francesa, sino por haberse embriagado con palabras sangrientas. Para entusiasmar al pueblo y para justificar el propio radicalismo, se cometió la torpeza de crear un lenguaje cruento; se dio en la manía de hablar constantemente de traidores y de patíbulos. Y después, cuando el pueblo, embriagado, borracho, poseído de estas palabras brutales y excitantes, pide efectivamente las «medidas enérgicas» anunciadas como necesarias, entonces falta a los caudillos el valor de resistir: tienen que guillotinar para no desmentir sus frases de constante alusión a la guillotina. Los hechos han de seguir fatalmente a las palabras frenéticas. Así se inicia la desenfrenada carrera, en la que nadie se atreve a quedar atrás en la persecución de la aureola popular. Siguiendo la ley irresistible de la gravitación, viene una ejecución tras la otra; lo que empezó como juego sangriento de palabras, se convierte en puja feroz de cabezas humanas. Se hacen así miles de sacrificios, no por placer, ni siquiera por pasión, y mucho menos por energía, sino simplemente por indecisión de los políticos, de los hombres de partido, que carecen de valor para resistir al pueblo; por cobardía, en último término. Por desgracia, no es siempre la Historia, como nos la cuentan, historia del valor humano; es también historia de la cobardía humana. Y la política no es, como se quiere hacer creer a todo trance, guía de la opinión pública, sino inclinación humillante de los caudillos precisamente ante la instancia que ellos mismos han creado e influenciado. Así nacen siempre las guerras: de un juego con palabras peligrosas, de una superexcitación de las pasiones nacionales; y así también los crímenes políticos; ningún vicio y ninguna brutalidad en la tierra han vertido tanta sangre como la cobardía humana.

Al menos desde 1990 se oye hablar de brutalización de la política, término que incluso ha dado nombre a un libro. El término es bastante claro y se referiría sobre todo a generaciones pasadas, especialmente a la década de 1910, rica en confrontación y violencia: la primera guerra mundial, la revolución rusa, el endurecimiento de luchas que en parte se hacen eco de ambas («años de plomo» italianos, españoles y argentinos, ocupaciones de fábricas y fincas también en estos estados, intentos revolucionarios en Alsacia, Brasil, Berlín, Baviera, Hungría, …), etc.
Sin embargo, la acción de sindicatos y demás grupos de trabajadores de la época también nos suscita a menudo mucha simpatía y nos inspira una mezcla de ganas de ser dignas de su legado con bochorno por el estado en que se encuentra hoy: un movimiento proletario escaso y tendente a la apatía, el sectarismo y la desorganización. Y no obstante, ¿es aquel movimiento el modelo de lo que queremos llegar a ser, aunque sea como etapa para aspirar a más (siempre a más)? ¿Hay algún aspecto al menos en que estemos haciendo las cosas igual de bien o mejor? Nuestra hipótesis es que sí hay un aspecto en que lo estamos haciendo mejor, de manera un tanto espontánea y que más nos valdría ser conscientes de ello y pulirlo. Nos referimos a una cierta desbrutalización de la política.

Antes de ir más lejos, nos parece importante aclarar la diferencia entre dos cosas. Existen al menos dos tipos de actitudes distintas que han tendido a echarse a perder con el tiempo y que tendemos a mezclar al pensar. Una es la que podríamos llamar seriedad (firmeza, constancia, una moral propia independiente de la del Enemigo) y otra es la agresividad. Como quizá se note, la una nos parece positiva y la otra, negativa. Aclaramos desde ya que no nos parece negativa desde una idea abstracta (y generalmente frívola) de condena-de-la-violencia. Muchas acciones pueden ser violentas en su contexto y, sin embargo, preferibles a otras aún más graves o, al menos, comprensibles o instintivas; no por deseo de paz vamos a hacernos pacifistas. Sin embargo, como voluntad general, podemos aspirar a relacionarnos con las demás tendiendo a evitar la violencia tanto como nos sea posible –postura que estamos defendiendo con este texto– y manteniéndola, cuando la defendamos o practiquemos, en esos cauces humanistas. Por otra parte, también podríamos asumir una visión nihilista-liberal (misántropa) según la cual la violencia es eso que hacen las demás porque son idiotas, el ser humano es malo por naturaleza, etc. o incluso la visión fascista según la cual la violencia entre personas no sería sólo inevitable, sino que se volvería positiva al ser utilizada militar o paramilitarmente en beneficio de la nación o la raza.
Pero descartadas estas posiciones esbozadas –rechazo moralista genérico, indiferencia apática o entusiasmo antihumanista–, volvamos al binomio seriedad-agresividad. Ambas actitudes nos parecen muy relacionadas con el modelo tradicional de virilidad, con la importancia que tenía y con aquella que ha perdido. El estereotipo (exagerado, que no ficticio) es que un militante, un hombre, tenía que ser serio: cumplir con sus compromisos, con la palabra dada, con las opiniones vertidas. Ahora bien, la brutalidad no empezaba en trincheras, tiroteos ni barricadas. Empezaba cualquier día al azar en la vida de un trabajador. ¿Cuánta violencia hay en levantarse para ir a trabajar en algo que una no disfruta ni valora, cuánta en hacerlo viendo constantemente a compañeras enfermar por las condiciones de trabajo, cuánta en ver accidentes laborales que hacen estragos? ¿Cuánta violencia hay en volver del trabajo sabiendo que mañana será igual y así todos los días de todas las semanas de todos los años? ¿Cuánta en ver lo mucho que gana la empresa y lo poco que gana quien trabaja para ella, lo ajustado de la economía de la propia familia? ¿Cuánta en ver el jornal robado por otro vecino, más o menos igual de miserable, o gastado en alcohol para intentar hacer más llevadera esa vida? Así las cosas, sometido a un ataque brutal todo el día, todos los días, una persona trabajadora sólo podía o bien interiorizar esas ideas y asumirse como una máquina que intenta no ser muy infeliz –muchas lo hicieron, no nos engañemos, y más son las que lo hacen hoy, en condiciones menos malas– o acusar recibo de esa declaración de guerra y, sí, asumir la lucha de clases como una guerra que ya le estaba costando la vida. Las ganas de desquite eran palpables y comprensibles y así, no sólo los magnicidios y otros atentados eran aplaudidos o comprendidos, sino que los sindicatos fueron a menudo batallones, las revueltas, combates apocalípticos («agrupémonos todos en la lucha final») y los enemigos –burgueses, pero también policías, curas o esquiroles–, carne de linchamiento o ejecución.

Desde entonces, al menos tres procesos han avanzado en paralelo: 1) la desbrutalización de las condiciones de vida de los trabajadores de muchos países (configurando, en gran medida, el llamado «estado del bienestar», bajo ataque estos últimos años), 2) el desmantelamiento de la industria, incluida la clase obrera, en beneficio del sector servicios y 3) la desbrutalización y desmantelamiento (parciales) del macho como concreción del varón en una cultura patriarcal (varón resolutivo, duro, heterosexual, etc.) que se ha visto, además, cada vez más acompañado de mujeres en el puesto de trabajo.
El papel de la violencia en la sociedad, no sólo en la conflictividad de clase, está ahora mucho más limitado y menos aceptado y generalmente las personas trabajadoras del sector servicios, así como las autónomas, ni siquiera tienen una cultura laboral propia –salvo sectores y empresas concretas–. La falta de vida colectiva lleva a relaciones puramente individuales con la empresa y con el mundo del mercado. Este escenario, en principio bastante catastrófico, ha favorecido que la poca organización que ha habido no fuera en torno a una violencia que además habría ido en su perjuicio como grupos en principio aislados y muy minoritarios, todo lo cual ha permitido desarrollar un concepto de esa seriedad activista que no tiene que ver con la violencia, sino con la firmeza. Más aún en el contexto post-15M, donde el nuevo movimiento de clase (PAH y demás grupos de vivienda, sindicatos de barrio, etc.), a su vez más feminizado que el tradicional, ha hecho bandera de su no-violencia, entendiendo que esta, para colmo, dejaba en mayor evidencia la violencia sistémica, empezando por la policial, cuando se vuelve visible.

Si este ya es el escenario, ¿qué es lo que proponemos?
En primer lugar, aceptarlo y hacer bandera de ello. No nos gusta la violencia, no nos gusta jugarnos la libertad, ni el físico propio o el ajeno. Tampoco necesitamos entrar en provocaciones para sentirnos más machos, ni más militantes, ni más nada. Nuestra épica es la de evitar crímenes –generalmente legales– y conseguir rescatarnos unas a otras de un mercado destructivo y unas instituciones públicas arbitrarias, una recuperación de la épica del esfuerzo, el compromiso, la convivialidad, el apoyo mutuo, la ética, la buena fe.
En segundo lugar, no pretender pasar por pacifistas. Que no nos guste la violencia no quiere decir que renunciemos a defendernos, mucho menos que vayamos a dedicarnos a emitir declaraciones de condena si entendemos que una de las nuestras ha recurrida a la fuerza sin necesidad. Estamos con nuestra gente, como diría la periodista socialista Séverine (1855-1929), «siempre; pese a sus errores, pese a sus faltas, ¡pese a sus crímenes!».
En tercer lugar, un buen equilibrio entre todos los elementos. La verborrea incendiaria y violenta es un calmante para la impotencia. Los discursos del cambio sonriente y la ilusión son una táctica de marketing electoral en sí misma incomprensible. Entendemos que existe un enfado profundo y bastante difundido que no debe ser negado, ni encajado a martillazos en otros moldes, sino convertido en energía de exigencia ante las promesas incumplidas de un sistema como el liberalismo, claramente fracasado, energía ante la necesidad de victorias parciales (cuantas más y cuanto más profundas, mejor) y de una seriedad como la que antes mencionábamos, a la altura del enorme desafío que tenemos entre manos.

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