La insurrección que llega

26 min. de lectura

No
 vemos
 por
 dónde
 comienza
 una
 insurrección.
 Sesenta
 años
 de
 pacificación,
 de
 suspensión
 de
 los
 cambios
 históricos,
 sesenta
 años
 de
 anestesia 
democrática 
y
 de 
gestión
 de 
los 
acontecimientos
 han 
debilitado 
en
 nosotros
 una 
cierta
 percepción 
abrupta
 de
 lo 
real. 
Para
 empezar,
 debemos 
recobrar 
esta 
percepción. 
Es
 inútil 
protestar 
legalmente 
contra
 la 
implosión 
consumada 
del
 marco 
legal.
 Es 
preciso
 organizarse
 en
 consecuencia. [1]

No 
hay
 que 
comprometerse con 
tal 
o 
cual
 colectivo 
ciudadano, 
en 
éste 
o 
aquel
 callejón
 sin 
salida 
de 
la 
extrema 
izquierda, 
en 
la 
última 
impostura 
asociativa.
 Todas
 las
 organizaciones
 que
 pretenden
 contestar
 el
 orden
 actual
 tienen,
 como
 los 
fantoches, 
la forma, 
las
 costumbres 
y 
el 
lenguaje 
de 
un 
Estado
 en
 miniatura.
 Todas
 las
 veleidades
 de
 “hacer
 de
 la
 política
 otra
 cosa”
 nunca
 contribuyeron,
 hasta 
hoy, 
más 
que 
a 
la 
extensión 
de 
los 
seudópodos
 estatales. No
 hay
 que
 reaccionar a
 las
 noticias
 diarias,
 sino
 comprender
 cada
 información
 como
 una
 operación
 que
 descifrar
 en
 un
 campo
 hostil
 de estrategias, 
operación
 concerniente
 a
 suscitar
 en 
tal 
o
 cual 
lugar, 
tal 
o
 cual
 tipo 
de 
reacción; 
y 
efectuar 
esta 
operación
 para 
conocer 
la 
información 
veraz
 que 
está 
contenida
 en
 la 
información
 aparente.

No 
hay 
que 
esperar más (una 
calma,
 la 
revolución, 
el 
Apocalipsis 
nuclear 
o 
un
 movimiento
 social).
 Esperar 
todavía, 
es 
una 
locura. Es de vital importancia entender el hecho de que el Estado se está organizando dentro de una realidad social que tiende hacia una forma siempre más estática, rígida e irreversible, contra la cual será cada vez más difícil combatir. 
La
 catástrofe
 no
 es
 lo 
que
 llega
 sino
 lo
 que
 ya
 está
 ahí.
 De
 ahora
 en
 adelante
 nos
 situamos
 en el
 movimiento 
de 
desplome 
de 
una 
civilización.
 Tenemos 
que 
tomar 
partido. No
 esperar 
más, 
es, 
de 
una 
u 
otra 
manera,
 entrar
 en 
la 
lógica 
insurreccional.
 En esta realidad que se forma ante nuestros ojos, es cada vez más evidente y necesario hacer algo, aquí y ahora, no cuando todos estemos encerrados por completo en el proyecto de control del capital y del Estado. Es
 escuchar 
de 
nuevo, 
en 
la 
voz 
de 
nuestros gobernantes,
 el 
ligero
 temblor
 del 
terror
 que
 nunca
 les
 abandona. 
Pues
 gobernar 
nunca 
fue 
otra
 cosa 
que
 aplazar
 con 
mil
 subterfugios
 el 
momento
 en
 el 
que
 el 
pueblo
 les
 colgará,
 y
 todo 
acto 
de 
gobierno 
no 
es 
más 
que 
un
 modo 
de 
no 
perder
 el 
control
 de 
la
 población.

Partimos 
de 
un
 punto
 de 
aislamiento
 extremo,
 de
 extrema
 impotencia.
 Todo
 está
 construyendo 
un 
proceso 
insurreccional. 
Nada 
parece
 menos 
probable
 que 
una 
insurrección, 
pero 
nada 
es 
más
 necesario.

Constituirse
 en 
comunas.

La
 comuna
 es
 lo
 que
 pasa
 cuando
 los
 seres
 se
 encuentran,
 se
 escuchan
 y
 deciden
 caminar
 juntos.
 La
 comuna,
 puede
 ser
 lo
 que
 se
 decide
 en
 el
 momento
 en
 que
 sería
 habitual
 separarse.
 Es
 la
 alegría
 del
 encuentro
 que
 sobrevive 
al 
agobio de 
rigor.
 Es
 lo 
que 
hace
 que 
se
 diga 
“nosotros”
 y 
que 
sea
 un
 acontecimiento.
 Lo
 que 
es 
extraño 
no 
es 
que 
seres 
que 
concuerdan 
formen
 una
 comuna
 sino
 que
 se
 separen.
 ¿Por
 qué
 no
 se
 multiplicarían
 hasta
 el
 infinito?
 En
 cada
 fábrica,
 en
 cada
 calle,
 en
 cada
 pueblo,
 en
 cada
 escuela.
 ¡Finalmente,
 el
 reino 
de 
los 
comités
 de 
base! 
Pero 
comunas
 que 
aceptasen
 ser
 lo
 que 
son 
allí 
donde 
lo 
son.
 Y
 si 
es 
posible, 
una 
multiplicidad 
de 
comunas 
que
 sustituyesen 
a 
las 
instituciones
 sociales: 
la 
familia,
 la 
escuela, 
el 
sindicato, 
el
 club
 deportivo,
 etc.
 Comunas
 que 
no 
temiesen, 
más 
allá 
de
 sus 
actividades
 propiamente
 políticas,
 organizarse 
para 
la 
supervivencia 
material 
y 
moral
 de
 cada
 uno
 de
 sus
 miembros
 y
 de
 todos
 los
 extraviados
 que
 les
 rodean.
 Comunas 
que 
no 
se 
definiesen
 (como 
hacen 
generalmente 
los 
colectivos) por
 un 
dentro
 y
 un 
afuera, 
sino
 por 
la
 densidad
 de 
los 
lazos
 en
 su
 interior. 
No 
por
 las 
personas
 que 
les
 compongan 
sino 
por
 el
 espíritu
 que
 les 
anima. Una
 comuna
 se 
forma 
cada 
vez 
que
 algunos, 
liberados 
de 
la
 camisa 
de 
fuerza
 individual,
 se 
comprometen
 a 
no 
contar 
más 
que 
con
 ellos 
mismos 
y 
a 
ajustar
 su
 fuerza
 a
 la
 realidad.
 Cualquier
 huelga
 salvaje
 es
 una
 comuna,
 cualquier
 casa 
colectivamente
 ocupada 
fundada 
en 
motivos 
claros 
es 
una 
comuna, 
los
 comités 
de
 acción 
del 
68
 en Francia eran
 comunas
 como
 lo 
eran 
las
 aldeas 
de 
esclavos
 negros 
en 
Estados 
Unidos.
 Toda 
comuna
 quiere
 ser
 su
 propia
 base.
 Quiere
 resolver
 la
 cuestión
 de
 las
 necesidades.
 Quiere
 romper,
 al
 tiempo
 que
 cualquier
 dependencia
 económica,
 cualquier
 sujeción 
política
 y 
degenera
 desde
 que 
pierde
 el
 contacto
 con 
las
 verdades
 que 
la 
fundan.
 Existen 
todas
 clase 
de 
comunas,
 que
 no 
esperan
 ni 
la
 fama, 
ni 
a
 los
 medios,
 ni
 todavía
 menos
 al
 “buen
 momento”
 que
 nunca
 llega,
 para
 organizarse.

Hay 
que 
ganar
 dinero 
para 
la 
comuna, 
de 
ninguna 
manera 
por 
”ganarse
 la
 vida”, es decir, mediante el trabajo asalariado.
 Todas
 las
 comunas
 tienen
 cajas
 negras.
 Las
 combinaciones
 son
 múltiples.
 Existen 
los
 subsidios, 
las 
bajas 
por 
enfermedad,
 las
 bolsas
 de
 estudios
 acumuladas,
 las
 primas
 obtenidas
 por
 los
 partos
 ficticios,
 los
 tráficos
 y
 muchos
 otros 
medios
 que
 nacen
 de
 cada
 cambio
 del
 control. 
No 
nos
 tienen
 a
 nosotros 
para
 defenderles,
 ni
 nosotros
 (podemos)
 instalarles 
en
 los 
abrigos 
de
 la 
fortuna 
o 
mantenerles
 como 
un 
privilegio 
de
 iniciado.
 Lo 
que
 es 
importante 
cultivar, 
difundir, 
es 
esta 
necesaria 
disposición
 al
 fraude
 y
 a
 compartir
 las
 innovaciones.
 Un
 mundo
 que
 se
 proclama
 tan
 abiertamente 
cínico
 no 
podía
 esperar 
ninguna 
lealtad 
de 
los 
proletarios. Para
 el
 común,
 la
 cuestión
 del
 trabajo
 no 
se 
plantea
 sino 
en función
 de 
los
 demás 
ingresos 
posibles.
 No
 es
 necesario
 descuidar
 los
 conocimientos
 útiles
 que
 el
 ejercicio
 de
 ciertos
 oficios,
 formaciones
 o
 buenos
 empleos

 nos
 procuran. La
 exigencia 
de 
la 
comuna 
es 
la 
de 
liberar
 para
 cualquiera 
el 
mayor 
tiempo
 posible. Exigencia
 que
 no
 se
 contabiliza,
 no
 esencialmente,
 en
 número
 de
 horas libres
 de
 cualquier
 explotación
 salarial. 
El 
tiempo 
liberado 
no 
nos 
da
 vacaciones.
 El
 tiempo
 ocioso,
 el
 tiempo
 muerto,
 el
 tiempo
 del
 vacío
 y
 del
 miedo
 a 
la 
vida, 
es 
el
 tiempo 
del 
trabajo.
 En 
adelante 
no
 hay 
un 
tiempo 
que
 llenar,
 sino
 una
 liberación
 de
 energía
 que 
ningún
 “tiempo”
 contiene;
 líneas
 que 
se 
dibujan, 
que
 se 
acentúan,
 que 
podemos
 prolongar
 en 
el
 ocio,
 hasta
 el
 límite,
 hasta 
verlas 
cruzarse 
con 
otras.

Saquear,
 cultivar, 
fabricar. Por
 un
 lado,
 una
 comuna
 no
 puede
 contar
 eternamente
 con
 el
 “Estado
 providencia”,
 por
 otro 
no
 puede 
contar 
con 
vivir 
mucho 
tiempo 
del 
robo 
de
 productos,
 de 
la 
recuperación
 de 
los 
cubos 
de 
basura 
de 
los 
supermercados 
o
 las 
noches 
en 
los
 depósitos 
de
 las 
zonas 
industriales, 
de 
la
 malversación
 de
 subvenciones,
 de
 las
 estafas
 a
 las
 aseguradoras
 y
 de
 otros
 fraudes,
 resumiendo:
 del
 pillaje.
 Debe
 preocuparse
 pues
 de
 incrementar
 permanentemente 
el 
nivel 
y
 la 
extensión
 de 
su 
auto‐organización.
 El
 sentimiento 
de 
la 
inminencia 
del 
derrumbe 
es 
tan 
viva 
por
 todas 
partes

 como
 el
 esfuerzo
 por
 enumerar
 cada
 experimento
 en
 curso
 en
 materia
 de
 construcción,
 de
 energía,
 de
 materiales,
 de 
ilegalidad 
o 
de 
agricultura. 
Existe
 todo
 un
 conjunto
 de
 saberes
 y
 técnicas
 que
 sólo
 espera
 a
 ser
 saqueado
 y
 arrancado 
de 
su 
embalaje 
moralista, 
canalla 
o
 ecologista. 
Pero 
este
 conjunto
 no 
es
 aún 
más
 que 
una 
parte
 de 
las 
intuiciones,
 de
 las
 habilidades, 
del 
ingenio
 propio 
de
 las
 chabolas
 que 
necesitaremos
 desplegar 
si
 esperamos
 repoblar 
el
 desierto
 metropolitano
 y
 asegurar
 la 
viabilidad
 de 
una
 insurrección 
a 
medio
 plazo.

Formar
 y
 formarse. Nunca
 será
 muy
 temprano
 para
 aprender
 y
 practicar
 lo
 que
 tiempos
 menos
 pacíficos,
 más
 imprevisibles,
 van
 a
 requerirnos.
 Nuestra
 dependencia
 de
 la
 metrópolis
 (de
 su
 medicina,
 de 
su 
agricultura,
 de 
su 
policía
) en 
el 
presente,
 es 
tal
 que 
no 
podemos 
atacarla
 sin 
ponernos 
en 
peligro. 
Es 
la 
consciencia 
no
 formulada
 de
 esta
 vulnerabilidad
 la
 que
 provoca
 la
 espontánea
 autolimitación
 de
 los
 actuales
 movimientos
 sociales,
 a
 que
 hace
 temer
 las
 crisis
 y
 desear
 la
 “seguridad”.
 Debido
 a
 ella,
 las
 huelgas
 han
 cambiado
 el
 horizonte
 de 
la 
revolución 
por 
el 
del 
retorno 
a 
la 
normalidad.
 Deshacerse 
de
 esta
 fatalidad
 apela
 a
 un
 largo
 y
 consistente
 proceso
 de
 aprendizaje,
 de
 múltiples,
 masivas
 experimentaciones.
 Se
 trata
 de
 saber
 pegarse,
 saltar
 cerraduras,
 curar
 fracturas 
además 
de
 anginas,
 construir 
un 
emisor 
de 
radio
 pirata,
 montar
 comedores 
en 
la 
calle,
 aspirar 
a 
lo 
justo, 
pero
 también 
reunir
 los
 saberes
 dispersos
 y
 constituir 
una
 agronomía
 de 
guerra,
 comprender 
la
 biología 
del 
plancton,
 la
 composición
 de
 los
 suelos,
 estudiar
 las 
asociaciones
 de 
plantas
 y
 recobrar, 
en
 fin,
 las 
intuiciones
 perdidas,
 todos
 los 
usos, 
todas
 las
 relaciones 
posibles 
con
 nuestro 
medio
 inmediato 
y 
los 
límites,
 más
 allá 
de
 los
 cuales, 
le
 agotamos; 
(hay 
que 
hacerlo) 
desde 
hoy 
y 
en 
los 
días
 en 
que 
los
 necesitemos
 para
 obtener
 algo
 más
 que
 una
 parte
 simbólica
 de
 nuestra
 alimentación 
y 
de 
nuestros 
cuidados.

Crear
 territorios.
 Multiplicar 
las
 zonas
 de 
opacidad. El
 territorio
 actual
 es
 el
 producto
 de
 varios
 siglos
 de
 operaciones
 policiales.
 Se
 ha
 expulsado
 a
 la
 gente
 fuera
 de
 sus
 campos,
 después
 de
 las
 calles,
 después
 fuera 
de
 sus 
barrios
 y 
finalmente
 fuera 
de 
los 
patios
 de
 sus
 edificios,
 con
 la
 loca
 esperanza 
de
 contener
 cualquier
 vida
 entre
 las
 cuatro
 pringosas 
paredes
 de 
la 
privacidad.
 La
 cuestión 
del 
territorio 
no
 se 
plantea
 para 
el 
Estado 
como 
para
 nosotros. 
No 
se 
trata 
de 
 poseerle. 
De 
lo 
que 
se 
trata es
 de densificar
 localmente
 las
 comunas,
 las
 circulaciones
 y
 las
 solidaridades
 hasta
 el
 punto
 de
 que
 el
 territorio
 se
 vuelva
 ilegible,
 opaco
 a
 cualquier
 autoridad.
 El
 territorio 
no 
es 
un 
asunto 
a 
ocupar 
sino 
de
 ser. Cada 
práctica 
hace
 existir 
un 
territorio: territorio
 del 
trapicheo
 o 
de 
la
 caza,
 territorio
 de 
los
 juegos 
infantiles, 
amorosos 
o 
del 
motín, 
territorio 
del
 campesino,
 de 
la 
ornitología
 o
 del
 paseante.
 La 
regla 
es
 sencilla: 
cuantos más
 territorios
 se
 superponen
 en 
una
 zona 
determinada,
 hay
 mayor
 circulación
 entre
 ellos,
 y
 el
 Poder
 encuentra
 menos
 posiciones.
 Bares,
 imprentas,
 gimnasios,
 solares,
 librerías
 de
 viejo,
 tejados
 de
 edificios,
 mercados
 improvisados,
 kebabs,
 garajes,
 pueden escapar
 fácilmente
 a
 su
 vocación
 oficial 
a 
poco 
que 
encuentre 
suficientes
 complicidades. 
La 
auto‐organización
 local, 
imponiendo 
su 
propia 
geografía 
a
 la 
cartografía 
estatal,
 la 
confunde, 
la 
anula:
 produce 
la 
propia 
secesión de la autoridad.

Viajar.
 Establecer 
nuestras 
propias
 vías 
de
 comunicación. El
 permanente
 movimiento
 entre
 los
 amigos
 comunes
 es
 de
 estas
 cosas
 que 
les 
protegen 
del
 desencantamiento
 tanto
 como
 de
 la
 fatalidad
 de
 la 
renuncia.
 Acoger 
a
 los/as
 compañeros/as,
 tenerse 
al
 corriente 
de 
sus
 iniciativas, 
meditar 
en 
su
 experiencia,
 incorporar
 las
 técnicas
 que
 ellos
 dominan
 hace
 más
 por
 una
 comuna
 que
 los
 estériles
 exámenes
 de
 conciencia
 a
 puerta
 cerrada.
 Se
 cometería
 el
 error 
de 
subestimar
 lo
 que
 de 
decisivo 
puede 
elaborarse 
en 
las
 tardes
 pasadas
 confrontando 
nuestras
 visiones
 sobre
 la 
guerra 
en 
curso.

Derribar,
 poco 
a
 poco,
 todos
 los
 obstáculos. Como
 es
 sabido,
 las
 calles 
desbordan
 groserías.
 Entre 
lo
 que
 son 
realmente
 y
 lo
 que
 podrían
 ser
 está
 la
 fuerza
 centrípeta
 de
 cualquier
 policía,
 que
 se esfuerza 
por
 restablecer
 el “
orden”;
 y 
en
frente,
 estamos
 nosotros,
 es
 decir 
el
 movimiento
 opuesto,
 centrífugo.
 No
 podemos
 sino
 alegrarnos,
 por
 donde
 quiera 
que
 surjan,
 del 
arrebato 
y 
el 
desorden. 
Rutilante 
o 
destrozado, 
el 
mobiliario 
urbano materializa
 nuestra
 común
 desposesión.
 Perseverante
 en
 su
 nada,
 no
 pide
 realmente
 sino
 regresar.
 Contemplamos
 lo
 que
 nos
 rodea:
 todo
 espera
 su
 momento,
 la
 metrópolis
 adquiere 
de
 golpe 
aires 
melancólicos,
 como 
sólo 
los 
tienen 
las 
ruinas.

Que
 se
 conviertan
 en 
metódicas, 
que 
se
 sistematicen,
 y 
los 
incivilizados
 se
 agrupen
 en
 una
 guerrilla
 difusa,
 eficaz,
 que
 nos
 devuelva
 a
 nuestra
 ingobernabilidad,
 a
 nuestra
 indisciplina
 primordiales.
 Respecto
 al
 método, 
retenemos 
del
 sabotaje
 el 
siguiente 
principio:
 un 
mínimo
 riesgo
 en
 la
 acción,
 mínimo
 tiempo,
 máximos
 daños.

Es 
inútil
 extenderse
 sobre 
los 
tres 
tipos de
 sabotaje 
obrero:
 ralentizar 
el
 trabajo; romper 
las
 máquinas 
o
 entorpecer
 su
 marcha;
 divulgar
 los
 secretos
 de
 la
 empresa.
 Ensanchados
 hasta
 las
 dimensiones
 de
 la
 fábrica
 social,
 los
 principios
 del
 sabotaje
 se
 generalizan
 desde
 la
 producción
 a
 la 
circulación.
 La
 infraestructura
 técnica
 de
 la
 metrópolis
 es
 vulnerable:
 sus
 flujos
 no
 sólo
 consisten
 en
 el
 transporte
 de
 personas
 y
 mercancías,
 información 
y
 energía 
circulan
 a 
través
 de
 redes
 de
 cables 
y
 de
 canalizaciones,
 a 
las 
que
 es 
posible
 atacar.
 Sabotear
 con
 alguna
 consecuencia
 la
 máquina
 social
 implica
 hoy
 reconquistar
 y
 reinventar
 los
 medios 
para 
interrumpir
 sus
 redes.
 ¿Cómo
 inutilizar
 una
 línea
 del
 TGV,
 una
 red
 eléctrica?
 ¿Cómo
 encontrar
 los 
puntos
 débiles
 de 
las 
redes informáticas,
 como
 interferir
 las
 emisiones
 de
 radio
 y
 convertir
 en
 nieve
 la
 pequeña
 pantalla?

En 
cuanto
 a 
los 
obstáculos 
serios,
 es 
mentira 
tener
 por 
imposible 
cualquier
 destrucción.
 Lo
 que
 tiene
 de
 prometéico
 se
 resume
 en
 una
 verdadera
 apropiación
 del
 fuego,
 fuera
 de
 cualquier
 ciego
 voluntarismo.
 En el
 356
 a
 C.,
 Eróstrato
 quema
 el
 templo
 de
 Artemisa,
 una
 de
 las
 siete
 maravillas
 del
 mundo.
 En
 nuestros
 tiempos
 de
 consumada
 decadencia,
 los
 templos
 no
 tienen 
más 
de 
imponente 
que 
la
 fúnebre 
verdad 
de 
que 
ya 
son 
las 
ruinas.
 Destruir
 esta
 nada
 no
 es
 una
 tarea
 triste.
 Hacerlo
 devuelve
 una
 nueva
 juventud.
 Todo
 adquiere
 sentido,
 todo
 se
 ordena
 repentinamente;
 espacio,
 tiempo,
 amistad.

Huir
 de 
la
 visibilidad.
 Regresar 
al 
anonimato 









en 
posición 
ofensiva. La
 visibilidad 
está
 en
 huir. 
Pero 
una
 fuerza 
que 
se
 incorpora 
en 
la
 sombra
 nunca 
puede
 esquivarla.
 Se 
trata
 de
 aplazar
 nuestra
 aparición
 como 
fuerza
 hasta
 el
 momento
 oportuno.
 Pues
 cuanto
 más
 tarde
 nos
 encuentra
 la
 visibilidad,
 más
 fuertes 
nos
 encuentra.
 Y
 una 
vez 
ingresados 
en 
la 
visibilidad,
 nuestro
 tiempo
 está
 contado.
 O
 estamos
 en
 disposición
 de
 pulverizar
 su
 reinado
 en 
breve 
plazo 
o
 será
 ella 
quien
 nos
 aplaste
 sin
 tardanza.

Organizar
 la 
autodefensa. Vivimos 
bajo 
ocupación,
 bajo 
ocupación 
policial.
 Las
 redadas
 de
 sin‐papeles
 en 
plena
 calle,
 los
 coches
 camuflados
 surcando 
las
 calles, 
la 
pacificación 
de
 los
 barrios
 de
 la
 metrópoli
 con
 técnicas
 forjadas
 en
 las
 colonias,
 las
 declamaciones
 del
 ministro
 del
 Interior
 contra
 las
 “bandas” nos 
lo 
recuerdan 
cotidianamente. Son 
suficientes
 motivos
 como 
para 
no 
dejarse 
atropellar, 
como 
para 
enrolarse
 en 
la 
autodefensa. En
 la
 medida
 en
 que
 crece
 y
 brilla,
 una
 comuna
 ve
 poco
 a
 poco
 las
 operaciones 
para 
poder 
apuntar 
a 
lo 
que 
la 
constituye. 
Estos 
contraataques
 toman 
la 
forma 
de
 la
 seducción,
 de 
la 
recuperación
 y,
 en
 última 
instancia,
 la
 de 
la 
fuerza 
bruta.
 La autodefensa
 debe
 ser 
una 
evidencia
 colectiva 
para 
las
 comunas, 
tanto
 en 
la 
práctica 
como 
en 
la 
teoría. 
Impedir 
un 
arresto,
 reunirse
 rápidamente
 en
 gran
 número
 contra
 los
 intentos
 de
 expulsión,
 esconder
 a
 uno 
de 
los 
nuestros, 
no
 son
 reflexiones
 superfluas 
para 
los 
tiempos 
que
 se
 acercan.
 No
 podemos
 reconstruir
 nuestras
 bases
 sin
 parar.
 Que
 se
 deje
 de
 denunciar
 la 
represión,
 que 
se 
prepare 
todo
 esto.

La
 policía
 no
 es
 invencible
 en
 la
 calle,
 simplemente
 tiene
 medios
 para
 organizarse,
 entrenarse
 y
 probar
 continuamente
 nuevas
 armas.
 En
 comparación, 
nuestras 
armas 
siempre 
serán 
rudimentarias,
 chapuceadas 
y,
 a
 menudo,
 improvisadas 
sobre 
la 
marcha. 
En 
ningún
 caso 
pretenden 
rivalizar
 en
 potencia 
de 
fuego 
sino 
que 
tratan
 de
 mantenerles 
a
 distancia, 
distraer
 su
 atención,
 ejercer 
una
 presión 
psicológica 
o 
abrirse 
paso
 por
 sorpresa 
y 
ganar
 terreno.
 Cualquier 
innovación 
desarrollada 
en 
los 
centros 
de 
entrenamiento
 de 
la 
gendarmería
 o de cualquier cuartel policial 
no 
basta 
y 
sin
 duda 
nunca
 bastará
 para
 responder
 con
 suficiente
 prontitud
 a
 una
 multiplicidad
 móvil
 que
 puede
 golpear
 en
 varios
 puntos
 a
 la
 vez
 y
 que
 siempre
 se
 ocupa
 de
 mantener 
la 
iniciativa.

Las
 comunas
 son
 evidentemente
 vulnerables
 a
 la
 vigilancia
 y
 a
 las
 investigaciones 
policiales,
 a 
la 
policía
 científica
 y 
a 
los 
servicios
 secretos.
 Las
 oleadas
 de 
arrestos
 de 
anarquistas 
en 
Italia 
y 
de 
ecoguerreros en 
los
 Estados
 Unidos
 han
 sido
 autorizadas
 por
 escuchas.
 Cualquier
 posible
 detención
 da
 lugar 
ahora 
a 
una 
toma 
del
 ADN 
y 
engorda 
un 
fichero 
cada 
vez 
más 
completo.
 Un
 squatter
 barcelonés
 ha
 sido
 reconocido
 porque
 dejó
 sus
 huellas
 en
 las
 octavillas
 que
 distribuía.
 Los
 métodos
 de
 ficha
 mejoran
 sin
 cesar,
 especialmente 
gracias
 a 
la 
biometría.
 Y
 si 
el
 carnet
 de
 identidad 
electrónico
 llegase
 a
 ser
 puesto
 en
 práctica,
 nuestra 
tarea
 sería
 todavía
 más
 difícil.
 La
 Comuna 
de 
París 
había 
arreglado
 en 
parte
 el
 problema
 del
 fichaje: 
quemando
 el
 Ayuntamiento,
 los
 incendiarios
 destruían
 los
 registros
 civiles.
 Basta
 con
 encontrar
 los 
medios 
para 
destruir 
para 
siempre 
las
 bases 
informáticas.

Una
 escalada
 insurreccional
 no
 puede
 ser
 más
 que
 una
 multiplicación
 de
 comunas,
 su
 conexión
 y
 su
 articulación.
 Según
 el
 curso
 de
 los
 acontecimientos,
 las
 comunas
 se
 fundan
 sobre
 entidades
 de
 mayor
 envergadura
 o
 incluso
 se
 dividen.

Obstaculizar
 la 
economía,
 pero 
adaptar 
nuestra 
potencia 










de
 bloqueo
 a
 nuestro
 nivel
 de 
auto-organización. Bloquearlo 
todo, 
es
 en 
adelante 
la 
primera 
reflexión
 de 
todo 
el 
que 
se 
alce
 contra
 el
 orden
 presente.
 En
 una
 economía
 deslocalizada,
 en
 la
 que
 las
 empresas 
funcionan
 por 
flujo 
tenso, 
donde
 el
 valor 
deriva 
de 
su 
conexión 
en
 red,
 donde
 las
 autopistas
 son
 los
 eslabones
 de
 la
 cadena
 de
 producción
 desmaterializada 
que 
va
 de
 subcontrato 
en
 subcontrato
 y 
de 
allí 
a
 la 
cadena
 de 
montaje, 
bloquear
 la
 producción 
es 
también
 bloquear 
la 
circulación. Pero
 no 
se 
puede
 tratar
 de
 bloquear más
de
 lo
 que
 permite
 la 
capacidad
 de
 abastecimiento
 y 
de 
comunicación
 de 
los 
insurgentes,
 la 
organización 
eficaz
 de
 las
 diferentes
 comunas.
 ¿Cómo
 alimentarse
 una
 vez
 que
 todo
 está
 paralizado?
 Saquear
 los
 comercios,
 como
 se
 hizo
 en
 Argentina,
 tiene
 sus
 límites;
 por
 inmensos 
que
 sean
 los 
templos
 del
 consumo,
 no
 son
 despensas
 infinitas.
 Adquirir 
durante 
la 
vida 
la 
aptitud 
para
 procurarse 
la 
subsistencia
 elemental
 implica
 entonces
 apropiarse
 de
 sus
 medios
 de
 producción.
 Y
 en
 este 
punto,
 parece 
inútil
 esperar 
mucho 
tiempo.
 Dejar,
 como 
en 
la 
actualidad,
 al
 dos
 por
 ciento 
de 
la 
población
 el
 encargo
 de
 producir 
los 
alimentos
 de 
los
 demás
 es
 una
 estupidez 
tanto 
histórica
 como 
estratégica.

La
 cuestión
 para
 una
 insurrección
 es
 llegar
 a
 hacerse
 irreversible.
 La
 irreversibilidad
 se
 alcanza
 cuando 
se
 ha
 vencido,
 al
 mismo 
tiempo 
que
 a 
las
 autoridades 
la
 necesidad
 de 
autoridad, 
al
 mismo 
tiempo 
que 
a 
la 
propiedad 
el
 placer
 de
 tener,
 al
 mismo
 tiempo
 que
 a
 toda
 hegemonía
 el
 deseo
 de
 hegemonía.
 Esto
 sucede
 porque
 el
 proceso
 insurreccional
 contiene
 en
 sí
 la
 forma
 de
 su
 victoria
 o
 la
 de
 su
 derrota.
 En
 materia
 de
 irreversibilidad,
 la
 destrucción
 nunca
 ha
 sido
 suficiente.
 Todo
 reside
 en
 el
 modo.
 Existen
 maneras
 de 
destruir
 que 
inevitablemente 
provocan 
el 
retorno 
de 
lo 
que 
se 
ha
 destruido.
 Quien
 se
 encuentre 
con
 el
 cadáver 
de 
un 
orden
 asegura 
despertar 
la
 vocación
 de 
vengarle. 
Por
 eso,
 donde
 la 
economía
 está
 bloqueada, 
donde 
la
 policía
 está
 neutralizada 
es
 importante
 hacer
 el
 menor 
énfasis 
posible 
en 
el
 derrocamiento
 de
 las
 autoridades.
 Serán
 depuestas
 con
 un
 atrevimiento
 y
 una 
ironía 
escrupulosas.

Destituir
 a 
las 
autoridades 
locales. En
 esta
 época,
 el
 final
 de
 las
 centralidades
 revolucionarias 
responde
 a
 la
 descentralización
 del
 poder.
 El 
poder
 ya 
no
 se 
concentra
 en 
un 
lugar 
del
 mundo,
 es
 el
 propio
 mundo,
 sus
 flujos
 y
 sus
 avenidas,
 sus
 hombres
 y
 sus
 normas,
 sus 
códigos
 y 
sus
 tecnologías.
 El
 poder
 es
 la
 propia
 organización
 de
 la 
metrópolis.
 Es 
la 
impecable 
totalidad 
del 
mundo 
de 
la 
mercancía
 en 
cada
 uno
 de 
sus
 puntos.
 Por 
eso, 
quien
 le 
derrota 
localmente 
produce 
una 
onda 
de
 choque
 planetaria
 a 
través
 de
 las
 redes.

¡Todo 
el 
poder 
a 
las
 comunas!

Nota.

En consonancia con lo que se habla en el presente artículo, dejo tres libros [2] con el fin de expandir los conocimientos prácticos y útiles a la hora de “buscarse la vida” por uno mismo. Estos conocimientos pueden utilizarse tanto individualmente como colectivamente, y estoy seguro de que, para aquel que sepa apreciarlo, le aportarán habilidades fundamentales para la auto-organización. Los puntos que se tratan en los siguientes libros van desde la rehabilitación de una casa okupada, la manera de abrir una cerradura, hacer filtros de agua, estufas caseras, hornos de barro, hasta consejos sobre veganismo, falsificación de tickets del metro, serigrafía, higiene, propiedades terapéuticas de ciertos materiales, plantas medicinales, recetas variadas, pasando por seguridad básica de informática, permacultura, distintos trucos para robar y saquear, encuadernaciones, defensa personal y una infinidad más de conocimientos que pueden resultar muy útiles tanto en la vida cotidiana como en tiempos futuros más inciertos.

Radix

“Hazlo tú mismo” (Son dos partes): https://app.box.com/s/1d68t3y3fwliscx86qjn

“Manual de Okupación”: http://www.okupatutambien.net/wp-content/uploads/2011/11/ManualOkupacion1aEd.pdf

[1] El texto original del que se ha extraído parte del artículo se titula también “La insurrección que llega”. Ha sido modificado con el fin de reducir su extensión inicial.

[2] En caso de tener algún problema con los enlaces de descarga facilitados, dejad un comentario con un correo electrónico y se os pasarán ya descargados en formato PDF.

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