La política que se vomita

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“Claro, es que la política es muy terapéutica” – Me dijo mi colega cuando le expliqué que la militancia me había ayudado a superar la bulimia. – “Claro, es que organizarse, implicarse, que si ahora una huelga, luego una mani, todo eso te empodera, está claro…” 

Durante bastante tiempo me creí todas estas palabras e hice de la política mi salvación. Es evidente que leer a Marx es mucho más enriquecedor que perder una hora en el supermercado buscando el yogur que menos engorda. También es mejor hacer pancartas que engullir galletas casi sin respirar. Es más bonito ir a una manifestación gritando con el megáfono que quedarte en un rincón llorando, temblando, tomándote el pulso, y creyendo que te va a dar un ataque al corazón por todo lo que has comido. El activismo ayuda, te distrae de tu mundo obsesivo donde solo hay lugar para las dietas, el ejercicio desmesurado, la depresión y la culpa. Las asambleas y los movimientos sociales hacen que tu meta en vez de la delgadez sea la revolución social, de repente te crees capaz de todo…

Pero la política del mismo modo que puede empoderarte, puede también hundirte en la mierda, dependiendo del género que tengas, la edad, la clase social, la procedencia… porque la política no es igual para todo el mundo y hay opiniones que cuentan más que la de otrxs. El racismo, la homofobia, la gordofobia, el clasismo, el machismo y todas esas lacras que joden la existencia están ahí también, en el espacio supuestamente liberado. Están en nuestros amigos, compañeros y ligues, incluso están en nosotras mismas. Las prioridades, los privilegios, los liderazgos, influyen, y hacen que la política en vez de servirte de terapia te sirva para sacar lo peor de ti: rivalidades entre compañeras, exigirte demasiado, agotarte para llegar a todo, comparar, competir, distorsionar… o sea que el activismo político cargadito de machismo no es el paraíso empoderador que creías, sino más bien es un desencadenante más de atracones y dramas y es que si hay machismo no puedes liberarte, y por lo tanto, tampoco puedes curarte.

Entonces decides parar de ese ritmo frenético que no te lleva a ninguna parte,  y cuando paras te das cuenta de que sólo mejoras allí donde hay feminismo: esa idea radical que te recuerda que estás viva y tienes derecho a hacer y a disfrutar de lo que te salga del coño. El feminismo parece la mejor terapia porque de repente eres la mujer que siempre quisiste ser, porque de repente descubres el inquietante mundo de los (auto)cuidados. Y resulta que todo va sobre ruedas…

…hasta que vuelve la bulimia.

Tarde o temprano la bulimia siempre vuelve, y si vuelve es porque nunca se fue, de hecho nunca va a irse. Y no es una cuestión de victimismo crónico, ni se trata de vender una idea de incurabilidad. Se trata de legitimar nuestra propia histeria, nuestros métodos de canalizar el daño que genera esta sociedad maldita. Si el conflicto con el género no desaparece, las recaídas tampoco, y lo último que deberíamos hacer es machacarnos por volver a caer. No se lucha contra la bulimia, se lucha contra el capitalismo que la genera. Así que no nos queda otra que aprender a convivir con la enfermedad y dotarla del contenido político que tiene. Porque si lo personal es político, entonces lo bulímico es político.

El problema está en que la bulimia no cabe en todos los espacios de militancia, por muy feministas que se autodenominen. Te encuentras con que no puedes pronunciar ni la palabra en un espacio activista, y esto no es culpa tuya, ya que es una responsabilidad colectiva acabar con los estigmas y generar espacios donde el dolor, el malestar y el miedo se pongan en el centro del debate. Aprender a cuidarnos también es parte de la lucha, o sea que cuidado con el feminismo que no cuida porque acaba generando dinámicas muy tóxicas que pueden doler más que vivir tomando laxantes y contando calorías.

Lo que no se nombra no existe, y no podemos seguir fingiendo que la bulimia no existió, que no existe. La política no puede dejarnos atrás, solas y rotas, llorando en el espacio privado. La política también es nuestra e iremos a por ella. Pero nos va a servir cualquier política, sólo sirve la política que se vomita, la que nos sale de dentro a lo visceral sin postureo ni superioridades morales. Esa política que toca la fibra y nos hace entrar en contradicción, esa que nos duele. La política de la empatía, la de hoy eres tú la que vomita pero mañana podría serlo yo, o mi madre. Esa es la política que de verdad empodera. Si en el gueto anarco, en el partido o en el colectivo del barrio no cabe tu bulimia pues nómbrala en el bar o en la discoteca. Hay aliadas por ahí que te comprenden y no te juzgan, haz política con ellas. Si no lo puedes decir con palabras en medio de una asamblea porque sabes que los roles de poder y la inutilidad emocional del personal te van a dejar más tocada aún, pues escríbelo, dibújalo, así hasta que la bulimia en concreto y la enfermedad o malestar en general, estén en todos los espacios políticos, en todos los discursos. Creando mensaje, hablando claro, rompiendo estigmas, así, poco a poco, hasta que estemos todas fuera del armario vomitando política.

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