La victoria es insuficiente, la revancha es infinita

Por MrBrown
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ETA anunció su cese definitivo, pero eso no nos bastaba. Después, la entrega de las armas; sin embargo, seguía sin bastar. Ahora que ha anunciado su disolución, por supuesto, tampoco es suficiente.
En 1823, la élite del absolutismo español, con Fernando VII a la cabeza, restauraba el antiguo régimen con una invasión de absolutistas españoles, franceses y de otras nacionalidades, los «cien mil hijos de san Luis». Los liberales constataron que la actitud de la comunidad internacional oscilaba entre la participación directa, como era el caso de Francia, y la indiferencia consciente. Con todo, les tranquilizaron: no habría ensañamiento con las vencidas.
En marzo de 1939, la junta militar del general Casado, que se había hecho con Madrid, ofrecía a Franco y a los suyos la rendición a condición de que no hubiera represalias. La respuesta franquista fue clara: no aceptaban otra cosa que la rendición incondicional, no correspondía a los vencidos poner condiciones.
En ambos casos, hubo terribles represalias contra los vencidos, ya había dicho Breno eso de Vae victis («¡Ay de los vencidos!») y es esa la historia de la que somos herederos, de donde venimos. Eso aprendió el Estado español, como buen Estado que es: que la primera política es la de los hechos consumados y por eso, con toda sinvergonzonería, se llama a la reconciliación entre quienes fueron victimarios y víctimas en 1939-1975 –aunque aquellos verdugos no quisieran dejar de serlo– y se niega la reconciliación entre víctimas y victimarios de ETA –aunque estos hayan estado siete años diciendo que dejaban de serlo y que querían reconciliarse con sus víctimas–.

La respuesta del régimen postfranquista a este proceso de rectificación y autodisolución de ETA es de fastidio y algunas hace tiempo que lo han dicho explícitamente: debe haber vencidos, debe haber vencedores.
Ese es el origen del fastidio: ETA ha elegido disolverse, igual que eligió los pasos previos de este camino de años. No miente el oficialismo cuando dice que la represión conjunta de policías, fiscales y tribunales les había hecho mella, pero exageran a sabiendas, para intentar convencer, cuando dan más importancia a esa represión que a la incapacidad de ETA para generar algo que no fuera rechazo o, como mínimo, cansancio.
Los torturadores más concienzudos no dejan a sus víctimas acceder a sus demandas en cuanto lo intentan, al contrario, siguen sometiéndolos hasta que ellos, que son quienes mandan, deciden que es la hora de cantar o la hora de firmar esa declaración autoinculpatoria que hace de acta de rendición. El régimen quería demoler ETA sólo con sus herramientas, por su sola iniciativa, y ETA les ha dejado con un palmo de narices ejecutando una voladura controlada.

El enemigo autodisuelto no es un enemigo vencido. Desde luego, algunas cosas han cambiado desde 1823 y desde 1939 y las represalias para el autodisuelto pueden ser iguales o menores que para el vencido. La cuestión no es tanto el miedo a las represalias o a tener que asumir una gran dosis de fracaso. La cuestión que aquí empieza a verse clara es otra: lo de ETA no ha sido un suicidio a la numantina; la organización ha recurrido a la eutanasia y sus miembros supervivientes, si bien no tendrán ese paraguas organizativo, sí tendrán cierta comprensión por parte del movimiento abertzale que fue su origen. Un movimiento que no quería darles la espalda ante el enemigo común, pero estaba harto –más harto a cada año que pasaba, a cada nuevo muerto– de la dialéctica de los puños y las pistolas. Un movimiento cuyos sectores civiles, en ese dilema –que parecía en manos de ETA y del Estado– entre dar la espalda a la organización armada o seguir tolerando su actividad con su silencio, desde 2009 tomó la iniciativa y reclamó el fin de los atentados.
La autodisolución ha sido una decisión inteligente y tanto más sorprendente por venir de una organización que hacía décadas que se había convertido en un grupúsculo que actuaba como pollo sin cabeza, pero con el peligro añadido que le daba su provisión de armas y explosivos. La respuesta del régimen fue construir sobre una desconfianza comprensible una pasividad negacionista tan irresponsable que pasará a los anales del pensamiento político occidental junto al «Que inventen ellos» de Unamuno y al «Nada» que escribió en su diario Luis XVI de Francia el día que la plebe tomaba La Bastilla.
La política del dejar hacer mientras las demás se desgastan tiene sus frutos en algunas circunstancias y de eso Rajoy sabe mucho, pero, en el caso de ETA, el régimen ha tenido siete buenos años para recoger el guante que le había echado no sólo la organización ETA, sino todo el MLNV. No lo han recogido y, si en eso han mostrado a sus simpatizantes lo mucho que desconfían de ETA y lo poco que parecen necesitarla como contendiente, ETA ha mostrado a las suyas que podía ser consecuente con un proceso de paz incluso cuando el enemigo no quiere paz. Históricamente, ambas partes habían demostrado sobradamente lo irresponsables e inmaduras que eran; en estos años, con ese listón de expectativas tan bajo, ETA al menos ha demostrado que podía madurar lo suficiente como para retirarse antes de que el desgaste fuera mayor.

Aquí llegamos al gran problema del presente: incluso una organización tan pobre en análisis político y en exigencia ética ha sabido dejar en evidencia al Estado español; no de un día para otro, sino a lo largo de unos años que han dado credibilidad a su apuesta y convertido la actitud oficialista en una huida hacia adelante espantosamente ridícula (comparémosla con las reacciones de los agentes internacionales, fueran franceses, sudafricanos, irlandeses, … que han saludado ese proceso de paz o incluso lo han facilitado).
Culminado el esperpento, nos hemos librado de ETA, pero el régimen no sólo sigue, es que además está irritado. El Estado es derecho, pero, sobre todo, es poder. Por su propia naturaleza, el derecho pide límites, mientras que el poder pide forzar todos los límites. Es condición del Estado moderno, constitucional, vivir en esa contradicción, sabiendo que parte de la población va a aplaudir cuando se imponga el derecho del poder sobre el poder del derecho, pero que la propia existencia del Estado reclama límites y garantías para que quienes no ostentan ningún poder puedan seguir pensando que ellas no tienen nada que temer del Estado, sólo los malos, sólo el enemigo. Lo malo es que la mayor fuerza en política es la inercia y el antiterrorismo no va a ser tan fácil de liquidar como el terrorismo. El fin del terrorismo real no lleva a la atenuación del antiterrorismo, sino a que acciones o prácticas que no eran terroristas pasen a serlo, como ya hemos explicado en otro texto y también lo han explicado otras. Al buen tiempo, mala cara, sumario en la Audiencia Nacional y que se ponga a trabajar la brigada de información. Las posibilidades de que un sector disidente intente resucitar a ETA son remotas, pero las de buscar terrorismo en cualquier parte, en todas partes, son casi infinitas. El antiterrorismo ya no busca bombas, ni confisca cócteles molotov o armas blancas; ahora investiga peleas de bar, revisa atentamente letras de canciones y funciones de marionetas y persigue referendos y acciones de protesta pacífica.
Queda en nuestras manos, como hace dos generaciones o hace siete, esperar que el Estado triunfante modere por sí mismo su fuerza y su arbitrariedad en el uso de la fuerza o, por el contrario, acordarnos de que hace dos siglos que esperamos que tenga límites y ponérselos, reclamarlos, trazarlos.

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