Las huertas vecinales como proyecto de regeneración social

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Asistimos hoy en día a una atomización de los seres humanos, convertidos en meros individuos productores y consumidores. Las antiguas casas donde los miembros de la familia extensa compartían las labores y donde se apoyaban los unos en las otras (y viceversa), se han convertido hoy en pisos mono-individuo, comida preparada de supermercado, televisiones y hornos microondas. Las ciudades han pasado a ser un hábitat súper-poblado de humanos, pero paradójicamente ahora más solos y desprotegidos que antes. La nueva sociedad ha terminado por engullir en el sistema mercantil las labores de cuidados, y la producción de alimentos y recursos básicos, tan imprescindibles siempre para la vida humana, y que las comunidades habían guardado y gestionado para sí durante miles de años.

Depresiones, generaciones frustradas, rupturas familiares, delincuencia, drogodependencia,… son solamente algunas de las actuales epidemias de esta forma moderna de sociedad, que ya ha emergido como predominante en el llamado “mundo desarrollado”.

En este contexto, quiero hacer alabanza de los proyectos comunitarios que, pese a todo, han surgido desde la base del pueblo para regenerar y mantener el tejido social que las ciudades han desmembrado.

En especial, me parece excepcionalmente paradigmático el ejemplo de las huertas urbanas vecinales. En mi experiencia participando en dos huertas de este tipo durante un año, he podido ver como vecinos que antes no se conocían, ahora se saludan y conversan la una con el otro a diario. He podido ver como personas de diferentes edades aprenden unos de las otras y trabajan juntas. Así, los mayores disfrutan viendo como las plantas crecen y prosperan, y los pequeños gozan de pequeño oasis natural donde pueden apreciar el ciclo de la vida en la naturaleza que la ciudad les mantiene tan alejados. También, he podido ver como personas que estaban o que aún están pasando momentos difíciles, han encontrado un lugar sano donde conocer gente, sentirse queridos y útiles. Y también, he podido ver cómo un espacio antes descuidado y perdido, ahora es un lugar lleno de vida (¡y tan rica vida!) y color (¡de flores y pintura!), que se ha convertido en un centro de aprendizaje, trabajo y celebración. Los muebles, la tierra, los juguetes para los niños (y no tan niños), todo hecho por y para los vecinos que crean y se re-crean con el espacio.

Y no, no hemos tenido que pedir permiso al Ayuntamiento ni a una institución de servicios sociales, ni hemos redactado unas bases con unas líneas bien definidas políticamente; pero definitivamente estamos haciendo barrio, estamos juntando a gente y estamos empoderando personas.

Con esto solo quiero alegrarme y trasmitir mi alegría. Pedir que las huertas comunitarias sigan creciendo, como ya lo están haciendo. Y animar a la activación de toda clase de iniciativas populares e inclusivas que sirvan como elemento regenerador de la sociedad, como herramienta de autonomía y como ejemplo de autogestión comunitaria.

Porque el trabajo para el común no esclaviza, sino que empodera.

¡10, 100, 1000 huertas urbanas!

Quasipodo

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