Perderme para encontrarme

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Lo conocí hace un par de años en una de esas noches que sabes que ya nada puede irte a peor. Hacía ya un buen rato que caminaba perdida y sin rumbo con los pantalones verdes que me apretaban y con un par de cervezas encima. Se me hacía raro andar por esos sitios que tan poco frecuentaba pero me autoconvencía de que el trayecto podía valer la pena en cada paso que daba. Y en efecto, el camino estaba siendo agradable a pesar de que no fuese normal ni frecuente, cosas que te ocurren y ni te lo esperas…

Millones de cosas hacían colisiones en mi cerebro por eso intentaba relajarme al caminar. Al cabo de un rato lo vi a lo lejos y me pareció que era alguien conocido, seguramente le habré visto en alguna fiesta pensé. Conforme se iba acercando yo me ponía nerviosa, no sabía si largarme de allí o quedarme quieta, hasta que me decidí por correr el riesgo de seguir avanzando, a mi ritmo y mirando al frente, hasta tenerlo muy cerca. Casi podía tocarlo de lleno y el muy condenado no podía estar más bueno. Pasé de largo dejándolo atrás, pero sus murmullos hicieron que me diese media vuelta para escucharle. Por unos momentos temí porque me estuviese diciendo alguna guarrada mal llamada piropo como algunos viejos del barrio, pero en cambio me hablaba seriamente e intentaba decirme algo, importante supongo. No entendí nada de lo que dijo y se lo hice saber disculpándome. Era evidente que no hablábamos el mismo idioma pero su esfuerzo en que yo le comprendiese y su interesante tono de voz hicieron que me quedase unos minutos con él. Le miraba pero no veía nada, le escuchaba pero no entendía nada, intentaba adivinar su pasado pero no le conocía en absoluto. Entonces me desesperé, la paciencia nunca fue mi virtud y me largué sin decirle ni adiós, la simpatía tampoco. No estoy yo como para perder el tiempo joder, que el lunes tengo examen. Empecé a caminar muy rápido para largarme lo antes posible de aquellas callejuelas que desconocía y para ver si me alejaba de aquel ser extraño y sospechosamente intrigante, no sin antes sentirme tonta por no entender nunca nada.

Estuve meses sin volver a pisar aquellas calles rudas, grandes y desafiantes, supongo que por falta de legitimidad y porque al reloj parecían faltarle horas. Después de varios cubatas de ron y lágrimas, de intentos fallidos de rupturas con los roles, de postureos estudiantiles, después de faltas de presencia sin justificar, después del puta grabado a fuego lento en la piel, después de tener que cargar con una mochila llenita de culpa, después de estas cosas y otras de las que prefiero no acordarme precisamente ahora, decidí volver allí.

Esta vez no había bebido nada, no sé que pantalones llevaba y mucho menos qué talla pues eso importaba poquito la verdad. Recordaba el camino perfectamente, como si hubiese vivido allí toda la vida. Las calles parecían mías y en cierta manera me pertenecían. Busqué el sucio paraguas de la normatividad y no lo encontré ya que era del todo incapaz de abarcar todo aquello. Una vez más fracasa tu modelo, deja de imponérmelo pensé. En el fondo estaba enfadada ¿para qué disimular? La búsqueda de la aprobación infinita me agotaba.

Me sentía desnuda pero no libre, al fin y al cabo aquello no eran más que unos minutos de desconexión y una forma interesante de darme las buenas noches. Me acordé de él, quizás volvería a encontrármelo y quizás volvería a decirme cosas con esa sonrisa que excitaba. La verdad es que me apetecía volver a verle y poder recuperar el tiempo perdido de alguna manera. Llevaba ya un buen rato caminando y como no, seguía anclada en la rutina, a las 23:56 salía el último tren y perderlo significaba bus nit… Pensar en los exámenes y en los pajaritos que anidaban en mi cabeza, buitres incluidos, me hizo entrar en tensión. Un porro y algo de ron arreglarían esta rigidez y lo sé muy bien. No obstante, allí no había nada de nada:

Terreno árido muchas veces castigado, desierto peligroso con montañas…

Y por si fuera poco, a estas horas me ponía poeta. Recordar a Miguel Hernández siempre me hacía mojar las bragas. Con estilo, claro. Crucé más calles, no había ni un solo semáforo o paso de cebra, ni coches, ni bicicletas, ni polis. ¿Es que en este sitio no hay normas? El desorden, la provocación, las etiquetas arrancadas a cuajo y las cicatrices contestaban a la pregunta:

Parcela con dueña, propiedad privada con accesos restringidos…

Sin comerlo ni beberlo me tranquilicé, estar nerviosa suele servirme de poco a decir verdad. Canciones me vinieron a la mente, fue pensar en el rapero de voz muerta y mojar las bragas. A chorros, claro. Me olvidé de todo y todos para pensar en mí y en lo barato que me salía esto. Me dediqué a observar el paisaje y me di cuenta de que nunca me habían enseñado a gestionar y disfrutar de tanta curva. Estaba tan equivocada… curvas, estrías, cartucheras, piel de naranja, acné, pelos, arrugas, pliegues, celulitis, rincones o agujeros no se vendían, se defendían y eso era precisamente lo que estaba haciendo ahora, defenderme. De la basura de ahí fuera y de la de dentro de mi cabeza. En cada gesto me quitaba una pequeña carga de encima, aunque solo sea por unos minutos pensaba, aunque solo sea eso. Sabía que las cargas volverían y seguirían pesando, pero esos minutos de liberación no me los quitaba ni dios, ni el amo, ni el patrón tampoco por cierto. Me sentía cómoda y protegida en aquel lugar, por eso dejé de caminar para ponerme a flotar como si de un baile con ritmo se tratase. Cuando lo vi a lo lejos desplegué mis alas y empecé a prepararme para volar. -Te tengo ganas- dije en voz alta desando que me oyese.

Él no se movía, yo iba hacía él al tiempo que notaba como el calor me trepaba por el cuerpo. Hubiese ido a rastras o de rodillas, hubiese recorrido dos quilómetros o cien con tal de volver a verle. Aquello era amor autogestionado y coherencia, coherencia política. Mientras me acercaba pensaba en qué decirle y con qué voz, lígatelo por dios, lígatelo me gritaba el cuerpo enterito. De mientras él me observaba atentamente pero sin agobiar, me miraba con la mirada perfecta para excitarme: ni muy lascivo ni muy pasota. ¿A quién pretendo engañar? me daba igual como me mirase, si era ciego, bizco, miope o tenía seis ojos, ¡yo me ponía cachonda igual!

Uno delante del otro seguíamos hablando idiomas distintos como aquel día, él por un lado y yo por otro. Me decía algo y yo callaba, él en silencio y yo explicándole cosas. Joder, ¿esto qué es? Y volvíamos a no entendernos. La impaciencia me pellizcaba otra vez, ¿para qué haces esto? Serás guarra… y otra vez pensando en irme de ese puto sitio… pero entonces la fuerza me brotaba de no sé dónde para darme esa legitimidad tantas veces anhelada: no me iré, esta es mi casa. Fue entonces cuando el miedo y el asco me dieron una pequeña tregua y me dejaron escucharle de verdad. Él me contó historias con una voz que me abrazaba, me arropaba y me hacía sentirme querida, y yo le escuchaba al mismo tiempo que cerraba los ojos para irme, para irme de ese molde del que nunca podía escapar.

Y así un buen rato hasta que al final me escapé. Escapé en el momento en el que las calles me empezaron a gustar y las empecé a respetar. Aquel lugar era mío, bonito o feo, solo podía ser mío y tus etiquetas y tu podrida perfección sobraban. Jodido paraíso aquel, territorio perfecto para desafiar y cuestionarme desde mi género hasta mi orientación sexual. Jodida patria aquella, perfecta para batallar todas las guerras, las presentes y las futuras…

Y así hasta que dejé de escucharle las historias porque ya me había ido del todo, porque mi cuerpo se había escapado a otro lugar, porque mis dedos se separaban de mi coño, porque aquel señor se llamaba mi clítoris y yo había perdido años ignorando su poder, porque mi sexualidad se había vestido de represión y en cada gesto masturbatorio yo le desgarraba el traje. Me fui porque ya no era capaz de reprimirme los gemidos ni la corrida que fluía. Me escapé sin pedirle permiso a nadie y por eso mis fantasmas empezaron a morir: la timidez se cortó las venas, la soledad saltó por la ventana, el miedo buscaba la sobredosis al estilo Kurt Kobain y la culpa se rajó la aorta llenándome la habitación de sangre, bilis y cosas negras.

Yo acababa de encontrar una conexión muy rara y pura con mi cuerpo y por eso acababa de empezar una revolución: desde dentro y desde abajo. “En cada corrida una revolución”, sentencié para siempre. Mi mente se abría como una margarita y mi coño regaba todas las flores. No pude evitar sonreír. Bona nit petita insu, vuelve pronto a estas calles a las que siempre serás bienvenida.

Ana Poliquística (2-05-15)

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