Afilando el arpón del poder popular

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Por Miguel Gómez, Eduardo Pérez y X.Oural

“El capitalista no tiene corazón, pero arponéale en el bolsillo y sangrará”. Bill Haywood (1869-1928), Industrial Workers of the World.

A menudo las y los militantes sociales nos preguntamos por qué las movilizaciones no tienen éxito. Desde luego, conocer la receta de la movilización es la pregunta del millón, que todo el mundo se hace alguna vez. Esta cuestión está íntimamente ligada a las estrategias y tácticas propias del movimiento que impulsa la movilización. Es decir, que tanto la estrategia de movilización y acción como la estrategia comunicativa tienen que ir de la mano, actuando como un conjunto que proyecta la idea que se pretende transmitir. Bajo este prisma, intentamos a continuación realizar algunas humildes aportaciones que esperamos que puedan incitar a la reflexión.

En los últimos años hemos vivido huelgas generales que han sacado a la calle a millones de personas, huelgas sectoriales que han paralizado ciudades, pueblos y comarcas, manifestaciones-monstruo en las capitales del país, acciones de todo tipo (expropiaciones de supermercado, okupaciones de edificios, de bancos, de tierras…). La reivindicación está por todas partes, no hay escuela, hospital o parque de bomberos sin su pancarta contra la destrucción de los derechos sociales. No hay semana sin convocatorias casi en cada pueblo y ciudad. Y sin embargo, ¿por qué vamos aparentemente de derrota en derrota?

Quizás la clave de los problemas que tenemos es precisamente que las reivindicaciones no se plantean de una forma cuantificable. Es decir, que al faltar un análisis profundo de los problemas, no se concluyen objetivos, no se llega muy lejos en nuestra lista de peticiones, quedándonos en posturas demasiado conservadoras tratando de mantener la situación tal como estaba. Por ello hay que ir a lo concreto, dejándonos de posturas abstractas como movilizarse “contra la represión”, “contra el capitalismo”, o como el lema de la última huelga general: “Quieren acabar con todo”. Las batallas son poco ganables en estos términos. Por otro lado, tratar de luchar para conservar unas prerrogativas que se pierden como “no a la privatización”, “no a la Reforma Laboral”, “no a la ley del aborto” es entrar en un terreno favorable al del sistema. Si se ganara, valdría de poco más allá que para volver a un pasado poco apetecible. Es lógico que la gente no emplee mucho tiempo en las luchas si el objetivo es sólo mantener una situación miserable. Falta una idea de sociedad nueva sobre la que pivotar el discurso, y en base a eso mantener luchas concretas ofensivas.

Al no tener objetivos revisables o “cuantificables”, seguimos con la inercia del pasado en las movilizaciones de la izquierda. Esta inercia hace que se caiga en prácticas como convocar a marchas forzadas por que “hay que hacer algo”, sin pararse a pensar qué se pretende conseguir y a quién hay que presionar para lograr estos objetivos. La lucha no es para limpiar la conciencia si no para conseguir resultados.

Hace años, el texto ‘Ad Nauseam’ atacaba duramente algunos de nuestros rituales: “Las manifestaciones son actos de autoafirmación, de autocomplacencia estética y militante, y su única utilidad práctica es que la policía fiche y fotografíe a los asistentes. Eso y encontrarnos a los amigos para tomar luego unas cañas. Lo mismo puede decirse de la hermana pobre de la manifestación, la concentración, convocada cuando no se confía en reunir ni un mínimo de gente para no caer en el ridículo”. Quizá la crítica era excesiva, pero es patente que cuando se es incapaz de convocar una manifestación por prever que no se va a juntar un mínimo de gente, se convoca una concentración. Esto se viene repitiendo desde hace décadas de forma rutinaria. Actualmente hay un abuso de formas de movilización como la concentración o la manifestación. En contextos de bonanza capitalista este tipo de acciones aisladas difícilmente tienen algún efecto, pero en contextos de crisis como la actual, tienen todavía muchas menos posibilidades.

También existe una inercia diferente, es decir, la que considera la “combatividad” en un sentido estético. Las manifestaciones son entendidas como un fin en sí mismas, y si no tienen el barniz de radicalidad apropiado, serán automáticamente calificadas como poco combativas o aburridas. Tampoco se entran a valorar objetivos, cuando en una manifestación se desata un enfrentamiento, acabando en una espiral de acción-represión que deja de lado el problema por el que nos estábamos movilizando. Las inercias son una carga muy pesada que cuesta superar.

En este sentido también hay que tener presente unos límites. Plantear hasta dónde queremos llegar, y ver los límites intrínsecos de la acción para evitar, inconscientemente, esperar más de lo que da de sí la acción. Si no se conocen los límites lo más probable es que las Fuerzas del Estado los impongan por la fuerza.

Los éxitos de las movilizaciones no se miden ni en cuanto a falsa “combatividad” ni tampoco en base al parámetro del nivel de asistencia sino en cuanto a resultados. Una declaración triunfalista por haber convocado mucha gente sin haber logrado nuestras metas es absurda. Convocar a medio millón de personas está bien si se conseguir el objetivo, si no da lo mismo convocar a un grupo que a todo el país.

De todo esto concluimos que tanto concentraciones como manifestaciones deben formar parte de un proceso de lucha en donde se contemplen diferentes actuaciones más o menos contundentes, procurando que vaya in crescendo. En todo caso, estas movilizaciones son acciones que sólo deben convocarse si podemos intentar garantizar una participación masiva a todas luces.

Para valorar la utilidad o no de las movilizaciones se tiene que medir su capacidad de interrumpir el circuito del capital, que es básicamente la producción y la circulación de mercancías. La contundencia no viene determinada por el choque físico espectacular entre manifestantes y policías si no por la capacidad de interrumpir los canales de transmisión del capitalismo. Por ejemplo, viejas herramientas del sindicalismo como el boicot o el sabotaje son perfectamente útiles en este contexto y deberían fomentarse. Se puede golpear en varios aspectos: en la producción, en la circulación o en el consumo. Quizás no hace falta paralizar la ciudad completamente cuando puedes paralizar el transporte o un puerto.

En este sentido, la convocatoria frecuente de manifestaciones y concentraciones tendría efectos en la obstaculización del circuito capitalista, sobre todo en el transporte, y en romper la sensación de normalidad. Por ejemplo en Madrid, los políticos hablaron hace años de construir un “manifestódromo”. Esto no ocurre sólo porque les moleste ideológicamente ver desfilar cada dos por tres a los desheredados, sino porque tanta frecuencia de convocatorias interrumpe temporalmente la circulación de mercancías. No es un gran problema, pero molesta.

Al margen de la interrupción del circuito de reproducción del capitalismo, también podemos fijarnos en lo simbólico. Es importante incidir en la difusión. Se trata de transmitir un mensaje a millones de potenciales simpatizantes, animando a imitar y a participar en acciones similares que puedan poner en cuestión la legitimidad del sistema. La concentración o manifestación sirven como difusión hacia tu público objetivo y a la vez de crítica simbólica a nivel mediático. Sólo tienen sentido en esos aspectos si consiguen una participación razonable y van acompañadas de una cobertura. De no darse una cobertura mediática adecuada, se pierde el impacto que la movilización pueda tener. En su momento el movimiento 15M acertó ocupando las plazas más simbólicas de las ciudades y difundiéndolo mediáticamente. Otra opción sería actuar contra los símbolos de la burguesía, sus lugares de reunión, de socialización, etc. Se debe señalar el verdadero poder.

La carga simbólica de las manifestaciones y concentraciones viene marcada por la capacidad de difusión que seamos capaces de generar, y en este caso hay que contemplar, guste más o menos, el papel de los medios de comunicación burgueses, que a pesar de los avances de internet y medios antagonistas siguen teniendo un papel fundamental en el establecimiento de la agenda política. ¿Tiene sentido convocar si sabemos que no se va a cubrir el acto? Siempre hay alternativas. En el caso en que se vea que las formas clásicas como manifestaciones o concentraciones no son viables como métodos simbólicos, hay que buscar otras opciones. En este caso lo que hay que intentar es intentar tener la mayor difusión posible, por cualquier medio. Las opciones menos masivas pueden llegar a generar mayor difusión y acumulación de prestigio. Encierros en determinados espacios físicos del Estado-capital, expropiaciones, ocupaciones, un tartazo, necesitan menos gente que las movilizaciones habituales y llaman más la atención, que es de lo que se trata si se apuesta por el nivel simbólico. Diez personas detrás de una pancarta en una concentración es poco útil. Si estas diez personas están encadenadas en la puerta de un banco, es otra cosa. Si se une el peso simbólico con un resultado real (por ejemplo, expropiar comida en un supermercado), mejor que mejor.

Por último llegamos a la gestión de los resultados, ganamos poco y cuando ganamos no lo decimos. Por ejemplo el 15M no consiguió resultados concretos en el momento (tampoco los planteaba, así que difícilmente podía conseguirlos), pero sí ha generado cambios, o influido en procesos, que se han venido dando después: no sólo cambios “atmosféricos”, como situar ciertos temas en la primera línea de debate, sino también otros cambios reales (decretos de vivienda estatales y autonómicos, reducción de daños en los conflictos con las mareas, medidas simbólicas de control y transparencia, etc.). Si nadie sale a defender que lo que ha ocurrido es un reflejo, aunque sea moderado y distorsionado, de las luchas, se alimenta el terreno de la desmovilización y el electoralismo (que se basa en el fracaso de la movilización). Por supuesto no se trata de hinchar los resultados de la movilización, que son escasos, pero sí que falla su puesta en valor.

Conclusiones

Las movilizaciones tienen que ser demostraciones de fuerza, que tanto simbólicamente como de forma real, disputen el dominio hegemónico al capitalismo, nuestro enemigo. Una movilización es un diálogo, que se establece a dos bandas: con el enemigo, y con el pueblo. Hay que cuidar ambos lados. Es decir, que el mensaje debe ser claro y conciso, y llegar a los dos niveles con contundencia.

Las movilizaciones deben pivotar entre lo simbólico y lo efectivo, en conjunción con una buena estrategia comunicativa. Debe haber ocupaciones efectivas del espacio público y de los símbolos del poder. Debe haber una deslegitimación de las instituciones y una difusión extensiva de las acciones precisamente para arrebatarle al enemigo tanto la legitimidad como la iniciativa en caso de represión. Para ello, hay que plantear la lucha no como la quiere el enemigo sino como la quiere nuestro movimiento. Las luchas sociales no han tocado techo, todo lo contrario: apenas tienen suelo. Pensémoslas, mejorémoslas y a por ellos.

http://procesembat.wordpress.com/2014/01/13/esmolant-larpo-de-la-resposta-popular/

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