Los gatos de la loca

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Soy un gato. Uno de esos típicos con cuatro patas y un largo rabo llevado con elegancia. Ojos verdes, pelaje negro, uñas afiladas y para de contar. Nada de bellezas salvajes, yo soy del montón. Vivo en un pisito de las afueras de una ciudad llena de ruido, cáncer y corrupción. Comparto comedero con una gata tricolor y un cachorro callejero con los que me llevo bien, siempre que no me roben mi pienso, claro. Mi mamá es una señora de cabello rizado en un tono blanco y gris que acostumbra a tararear canciones de anuncio mientras cojea por la casa. Ser vieja y tener dolor de huesos no le impide nada, siempre anda de aquí para allá, llamando, quedando, improvisando nuevas recetas o buscando nuevos destinos para viajar. Según me comentan mi madre está loca. La pobre, desde siempre ha estado sola, sin marido y sin hijos, totalmente perdida en el mundo sin un destino. Es por eso que siempre está de buen humor y dispuesta a darnos cariño a todos los que le rodeamos, porque está como una regadera. Debe sentirse tan vacía por no haberse casado y no haber dado descendencia… ¿Por qué, qué ha hecho ella aparte de estudiar, trabajar, viajar y tener amistades e inquietudes por un tubo? Pues nada, ser una solterona incapaz de formar una familia. Me desespero cuando la veo tirar su vida por la borda de esa manera, ¿tú ves normal que constantemente esté en su mecedora leyendo libros, que se pase tardes enteras pintando cuadros o haciendo pulseritas y collares con pechinas que recoge de la playa? ¿Qué forma es esa de perder el tiempo? Me preocupa verla bailar al son de esa música que tanto le gusta, me asusta cuando se va de manifestaciones y habla de cambiar el mundo, a su edad por dios, a su edad. Pero lo peor de todo no es eso. Resulta que a menudo hace unos ruidos raros cuando se encierra en su habitación. La gata dice que eso son gemidos de placer al correrse, ¿pero cómo va a masturbarse mi madre si tiene los ovarios secos? De verdad que solo de pensarlo me da algo, ese cuerpo arrugado y con estrías, todo pellejos colgando. Y la tía va y se sigue poniendo faldas para presumir de varices y tobillos hinchados. Hay que tener poca autoestima para ir así por la vida, que triste todo, lo que hace estar sola.

Los gatos de mi vecindario comentan cosas cuando paso y me miran con la risita burlona porque piensan que mi madre ha perdido la cabeza por completo. Se ríen de mí o bien me tienen pena y compasión por tener que aguantar a una señora que está sola. Así que estoy harto de todo, pienso arañarle toda la ropa esa zarrapastrosa que me lleva para que se compre nueva y se arregle de una vez. Los libros se los voy a destrozar en pedacitos a ver si deja de leer o se le va a secar el cerebro como a Don Quijote. Voy a mordisquear el cable del radiocasete a ver si me lo cargo y así ya no habrá más música infernal ni bailoteos en el salón. Romperé toda la vajilla y todo lo que encuentre a mi paso en la cocina para que no pueda cocinar y por lo tanto invitar a sus amiguitas pesadas y malhabladas. Tiene que alejarse de ellas, porque están todas locas también. Y lo más importante de todo, tengo que conseguirle un novio, alguien que la quiera y le llene ese vacío existencial que tiene por dentro. Todo el mundo tiene a su media naranja así que nunca es tarde para encontrarla. El amor podrá devolverle la cordura, estoy seguro. Pero, ¿cómo podría hacerlo?

Mientras reflexiono y reflexiono trazando mi plan perfecto mi madre está sentada en la mecedora con una taza de té en la mano. Hay algo diferente en ella, tiene la mirada perdida, unas lágrimas en la puerta de sus ojos parece que quieren salir. Algo la angustia y no sé qué es. Le pregunto a la gata, me dice que nadar a contracorriente cansa y que mi indiferencia y frialdad no ayudan en nada. Se sienta en su regazo y desde allí me mira con asco mientras mi madre, ahora un poco más animada, la acaricia suavemente. La gata siempre dijo que yo era un gato tonto, que mucho hablar de amor libre y luego no era capaz de ver la soltería como una opción legítima, porque lo de estar soltero me daba un cague que no veas. Decía que yo no sabía estar solo y me daba miedo gestionar mis emociones, que me paralizaba y no hacía nada, por lo que iba haciendo daño a la gente de mí alrededor y también a mí mismo. – Los silencios pueden llegar a ser muy violentos ¿sabes? – Me decía la gata poeta en sus arrebatos de sinceridad.

Me había quedado tan absorbido en mis pensamientos que ni me había dado cuenta de que habían llamado al timbre. Esas señoras ruidosas durante más de tres horas conversaron, rieron y bebieron cervezas con mi madre, que volvía a tener una sonrisa gigante pegada en la boca. Quizás aquellas mujeres no eran tan malas, pues en un momento le habían devuelto la vitalidad y la energía que acostumbraba a tener. A lo mejor mi madre está sola, pero no por ello desolada ni abandonada. Ella vive tranquila, con sus manías y talentos, en su habitación propia. Aunque eso no quita que pueda tener días malos y tristes, días en los que desea romperlo todo, gritar muy fuerte y tirarse en el sofá a llorar. Hoy es un día de esos, así que haré caso a la gata y me acercaré a ella para ronronearle tan alto como pueda y que lo sienta como un abrazo. Ha funcionado. Mis sonidos la han relajado y ahora me acaricia suavemente. No hay duda de que me quiere mucho, y no solo a mí. Siempre se la ha jugado por aprender a querer de otra manera, sin exclusividades, dramas o bodas en la playa. Ha hecho suya la palabra amistad y ha decidido no adaptarse a esa normalidad obligatoria, aunque eso la convierta en loca. No le importa ser una vieja loca y gorda porque le gusta romper con lo establecido con una sonrisa traviesa en los labios, con la sonrisa de quien sabe que el arroz no va a pasársele, porque siempre fue más de fideuà.

Ana Poliquística

 

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