El Anarquismo organizado ante la crisis de la sociedad de clase media.

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He leído, hace poco, el artículo del compañero Miguel Brea en Regeneración titulado Anarquismo y Clase Media. | Regeneración Libertaria (regeneracionlibertaria.org). Se trata de una interesante aportación al debate de cuál debe ser la estrategia del movimiento libertario en la sociedad española de nuestro tiempo. Es decir, un “análisis concreto de una situación concreta”.

El texto de Miguel parte de la atenta lectura del libro de Emmanuel Rodríguez, “El efecto clase media. Crítica y crisis de la paz social” (Traficantes de Sueños, 2022). En este volumen, Emmanuel, integrante de la Fundación de los Comunes, nos hace una rigurosa y detallada narración de la evolución de lo que se ha venido en llamar “clase media” en España desde la Transición.

Miguel acepta los elementos centrales del análisis de Emmanuel en lo que tiene de descripción histórica y sociológica, pero realiza, también, una crítica constructiva, desde la perspectiva del anarquismo social organizado, a la estrategia autonomista representada por las posiciones propositivas de Emmanuel y de la Fundación de los Comunes.

El libro de Emmanuel tiene poco de propositivo y cuando aventura alguna propuesta (al final del volumen) se encarga él mismo de criticarla. Se trata de un texto muy trabajado, pero desde una perspectiva más académica que práctica. Una herramienta imprescindible para entender la morfología de la sociedad española, que no incorpora ninguna apuesta estratégica concreta, más que muy dubitativamente.

Mis reflexiones sobre lo que Emmanuel nos disecciona en su libro han sido ya desarrolladas en un artículo que publiqué en la revista Trasversales y en Regeneración, titulado “Pasión y martirio de la clase media”. Voy a reiterar aquí algunas de ellas, para pasar posteriormente a la respuesta directa a la problemática que nos plantea Miguel Brea en su texto: es decir, ¿cuál puede ser la estrategia adecuada para la extensión del anarquismo organizado en el marco de la llamada “sociedad de clase media”? ¿Cuál puede ser la estrategia revolucionaria óptima para el movimiento anarquista en la sociedad española de hoy en día?

Las tesis que presento en mi artículo Pasión y martirio de la clase media. | Regeneración Libertaria (regeneracionlibertaria.org) tras la lectura atenta del libro de Emmanuel, son muy parecidas a las que introduce, en un primer momento Miguel Brea. Veamos.

La clase media no es una clase en el sentido marxista (una clase “en sí”), sino un “efecto” producido por el desarrollo de una serie de estrategias de los sectores dominantes desde la Transición. Estas estrategias, operadas por el Estado en gran medida, son, concretamente, la expansión de las titulaciones académicas entre la población trabajadora, el desarrollo del Estado del Bienestar y la constitución de una “sociedad de propietarios” de viviendas que pueden, posteriormente, convertirlas en un activo especulativo en las recurrentes burbujas inmobiliarias. Este “efecto” garantiza la hegemonía del bipartidismo y la estabilidad del régimen del 78 desde la Transición. Pero entra en crisis a partir de 2008 y no ha dejado de estarlo hasta nuestros días. El “efecto” es cada vez más dudoso y difícil de mantener, mientras se expulsan sectores cada más amplios de población de la “clase media” en un proceso de “proletarización” cada vez más extenso y acelerado.

Además, en mi artículo Pasión y martirio de la clase media. | Regeneración Libertaria (regeneracionlibertaria.org) aventuro la hipótesis de que la “clase media” en descomposición ha generado dos proyectos antagónicos para tratar de solventar su supervivencia en un entorno cada vez más caótico y tensionado. El proyecto “progresista” y suavemente keynesiano del neo-reformismo (como se le ha denominado en artículos previos de Regeneración) que trata, sin mucho éxito, de insuflar nueva vida al Estado del Bienestar y de extenderlo a los sectores tradicionalmente marginados e invisibilizados (mujeres, minorías sexuales, etc.). Y el proyecto “nacional-populista” que trata de construir una alianza entre determinados sectores de la clase media en descomposición y la oligarquía dirigente en clave nacional y de linaje (es decir, que se respete un Estado de Bienestar disminuido “sólo para españoles”). El conflicto creciente entre ambos proyectos explica en gran medida la irritación de la intelectualidad de clase media, y su confuso debate, cada vez más airado e irracional, entre la tendencia “woke” y la “rojiparda” o la abiertamente fascista.

En este contexto, la clase trabajadora ha sido absolutamente invisibilizada. Aunque manifiesta una creciente vitalidad en sus protestas (huelgas del metal en Cádiz y Pontevedra, movimiento de vivienda en las grandes ciudades, expansión limitada pero real del sindicalismo combativo…) no tiene las herramientas para pensarse a sí misma y para convertirse en un sujeto autónomo, dado que gran parte de la “izquierda” y los movimientos sociales están firmemente hegemonizados por el activismo procedente de la clase media y subordinados a los proyectos en conflicto en su seno. Así, mientras los “progresistas” en algunas ocasiones niegan la misma existencia de la clase trabajadora y en otras la organizan de forma fragmentaria y supeditada a los cánones del activismo demócrata americano (que no practica la autoorganización, sino la subordinación de “los afectados” a una capa de “profesionales” del activismo); los “nacional-populistas” adulan a los trabajadores, mientras los reducen a una imagen periclitada y falsa (“la clase obrera industrial, nacional, masculina y blanca”) sin darle en ningún momento la palabra ni intentar organizarla autónomamente.

¿Cuál ha de ser la apuesta estratégica del anarquismo social y revolucionario en este contexto? ¿La propuesta autonomista de la creación de “islotes de libertad” que se expandirían por sí solos sin un proceso organizativo consciente y sistemático? ¿La defensa a ultranza del Estado del Bienestar, esperando que alguien ponga en marcha en algún lugar de las instituciones estatales “experimentos participativos” que aumenten el espacio para las clases populares? ¿La alianza nacional en defensa de lo que pueda quedar de “Estado de Bienestar” sólo para españoles en un contexto de apartheid contra los migrantes que nos van a pagar las pensiones y las mujeres que realizan más de la mitad del trabajo socialmente necesario? ¿O, simplemente, el vegetar satisfechos de nuestra pureza, debatiendo sobre la Idea y la microfísica del poder, y alentando a la juventud a vivir y meditar en un “ashram” libertario y desarrollar un sacerdocio de virtud antiautoritaria?

Trataremos de responder al desafío que nos plantea Miguel Brea tratando de delinear algunas hipótesis para el trabajo político del anarquismo organizado, en diálogo abierto con su texto. Las hipótesis son las siguientes:

Como afirma Miguel, el anarquismo es una ideología íntimamente relacionada con el desarrollo de la resistencia obrera al despliegue del sistema capitalista. El objetivo del movimiento ha de seguir siendo la autoorganización y el reforzamiento de la clase trabajadora, su conversión en un actor autónomo y capaz de trascender las reivindicaciones parciales y limitadas, construyendo un proyecto revolucionario global e integral. Ahora bien, ¿de qué clase trabajadora estamos hablando, en un contexto social de hegemonía discursiva en la izquierda transformadora de una clase media en crisis y cada vez más sumida en la confusión?

Miguel incide varias veces en el hecho de que está hablando de una clase trabajadora amplia, que no se agota en el concepto del “obrerismo”. Es una respuesta a la insistencia de la intelectualidad “progresista” de clase media que incide, una y otra vez desde el mayo del 68, en la inexistencia de una clase obrera capaz de autoorganizarse o de ser sujeto de la historia. En este debate sobre el “obrerismo” y la clase trabajadora hay varias cosas que aclarar.

La identificación, tan repetida por los intelectuales “progresistas” y “nacional-populistas”, entre “clase trabajadora” o “clase obrera” y “clase obrera industrial de la gran fábrica” es un producto conceptual que poco tiene que ver con la trayectoria teórica del movimiento obrero real. De hecho, en prácticamente ningún texto del sindicalismo revolucionario de principios del siglo XX aparece esa identificación con esa claridad con la que se afirma hoy día por quienes quieren criticar a dicho movimiento. Para los anarcosindicalistas y los sindicalistas revolucionarios “clásicos” tan “trabajadores” y tan integrantes de la clase obrera son los dependientes de comercio, las limpiadoras o trabajadoras del servicio doméstico, como los obreros del metal o de las plantas energéticas.

La teoría de la primacía del trabajador industrial en el seno del movimiento obrero es, sustancialmente, de origen marxista y, inicialmente, en los textos de Marx, sólo sirve para explicar el proceso de organización del trabajo capitalista en su forma más masiva y compleja. La identificación estrecha entre el obrero fabril y el sujeto revolucionario fundamental, es decir, y la vanguardia del proceso de cambio, es un producto intelectual de la estrategia de control sobre la clase obrera soviética desplegado por los apparatchiki (que tanto criticó Lenin en sus últimos textos) de la URSS. Para mantener el control del proceso revolucionario, los apparatchiki deben reducir el “núcleo dirigente social” (que en principio son los “obreros y campesinos” en su totalidad, es decir, la mayoría de la población), desde el que se justifican, a una minoría controlable por el aparato del Partido, máxime cuando esa minoría (los obreros de las grandes fábricas de Moscú y Petrogrado) ha dejado ya, en el contexto del “comunismo de guerra”, de estar conformada por sectores radicalizados y revolucionarios, y ha acabado diezmada de sus elementos más activos por la guerra civil, las purgas y la cooptación del aparato estatal.

Para evitar responder ante la totalidad de las clases populares (“obreros y campesinos”), los dirigentes soviéticos reducen el ámbito de la clase trabajadora a unos sectores minoritarios y muy específicos, que antes han controlado a sangre y fuego. Esta forma de definir al “sujeto revolucionario” se traslada al conjunto de la intelectualidad comunista y, por dicha vía, a toda la militancia de los partidos de la Komintern, pese a que muchos de ellos no dejan de apelar, en la práctica, a la totalidad de la clase trabajadora. De hecho, las posteriores rupturas del ámbito comunista internacional (como la aparición del maoísmo) se van a producir por la insistencia de determinados partidos en ampliar el ámbito de las clases revolucionarias a las que se apela (en el caso del maoísmo, al campesinado) y en ligar esa ampliación con una crítica más o menos abierta frente al proceso de burocratización de la experiencia soviética. De hecho, entendida de esa estrecha manera, la “clase obrera” ha sido siempre muy minoritaria en todos las “revoluciones proletarias” de la historia.

Así pues, lejos de aceptar la definición de la “clase trabajadora” como fue delineada por la burocracia soviética, deberíamos estudiar e investigar la composición actual de la clase trabajadora en nuestro país, es decir, del amplio sector social (de hecho, probablemente la mayoría) conformado por quienes no tienen la propiedad de los medios de producción o, incluso, la tienen de medios de producción de poca entidad y están sometidos totalmente al poder coercitivo de las cadenas de valor capitalistas.

Una primera hipótesis sobre esa composición es que la clase trabajadora actual es tremendamente plural y diversa. Esta conformada por sectores diversos como, por ejemplo,  trabajadores migrantes de los servicios, jóvenes universitarios en situación de precariedad, pequeños agricultores sometidos a las grandes transnacionales de la distribución, jornaleros agrarios con o sin papeles (pero fragmentados en sus condiciones de trabajo por tener o no papeles), obreros industriales acosados por los procesos de subcontratación, trabajadoras del sector de cuidados, empleadas públicas temporales en fraude de ley, etc., etc., etc.

Esta fragmentación se entrecruza con las estrategias culturales y productivas del capitalismo neoliberal, que la profundizan. La subcontratación, el empleo de “falsos autónomos”, la contratación temporal, las ETTs y Agencias Privadas de Colocación, el “trabajo-formación”, el trabajo migrante…todo ello conspira (y ha sido rigurosamente regulado) para fragmentar a la fuerza de trabajo social y descomponer la preocupante posibilidad de su acción unitaria. El mismo efecto tiene una cultura (entreverada con los procesos de consumo) que se basa en la conformación de una infinidad de burbujas sociales aisladas, definidas por gustos, modos de vida urbana, creencias espirituales, formas de vestir o de comer, costumbres sexuales, etc., etc. etc. El aislamiento del sujeto proletario en la metrópoli actual (la epidemia de soledad que nos atenaza) no es sólo un epifenómeno del despliegue de la dominación sino una estrategia específica para fragmentar, aislar y descomponer a la fuerza de trabajo y captar todas sus posibles energías y exprimir su capacidad de consumo.

Así que el anarquismo organizado debe tratar de articular las resistencias reales de esta clase trabajadora fragmentada y plural, y dotarla de una perspectiva unitaria y global del mundo y de las tareas de lucha que le competen. Construir una visión de universalidad revolucionaria, al tiempo que se interpelan, atienden, organizan y respetan las diferencias y la diversidad.

Para ello es imprescindible que el anarquismo organizado esté claramente orientado hacia lo que tradicionalmente se llamaba “la línea de masas”, es decir, hacia su inserción en las luchas sociales de la clase trabajadora. Orientarse hacia la defensa de las necesidades e intereses de una clase tan amplia y diversa, empieza por escuchar muy atentamente lo que ella tiene que decir y estudiar rigurosamente su composición, sus líneas de fuerza y de fractura.

Se trata, en palabras del economista y guerrillero anarquista Abraham Guillén, de “ganar población”, conquistar los corazones y la voluntad de millones de personas. Algo mucho más importante que ocupar espacios institucionales o resistir en ghettos sólo para convencidos. Frente a la “guerra de posiciones” que defienden por igual neoreformistas y autonomistas, hay que afirmar la “construcción de un pueblo fuerte”, empezando por la diseminación de discursos y prácticas revolucionarias, y su extensión y articulación en el seno de la clase trabajadora en su totalidad.

Hablamos de pedagogía social. De un proceso “dialógico” (como lo definía Paulo Freire) con las distintas realidades de la clase trabajadora. Hablamos de cartografiar el nuevo sujeto y escucharle, escucharle, y escucharle, para saber desde que contradicciones cotidianas de la dominación se puede insertar el proyecto revolucionario en el corazón y en las mentes de la clase trabajadora.

Eso implica insertarse en lo que Albert Camus llamaba “los espacios de socialización natural”, es decir, en esos ámbitos sociales en los que todo el mundo vive la mayor parte de su vida, lo quiera o no, como el trabajo (o su ausencia), el territorio o la familia. Familia, Municipio y Trabajo (Sindicato), bien lo sabían los fascistas que por ello hicieron un esfuerzo sistemático por ocupar completamente estos espacios, conforman el 90 % de la experiencia vital offline de la mayoría de la población.

Y para insertarse y escuchar, para cartografiar y articular, hay que organizarse. Para empoderar a las clases populares hay que construir el propio poder de hacer. No un poder “sobre”, sino un poder “para”. Pero, en todo caso, una capacidad de intervención organizada y autónoma.

Una organización fuerte y articulada, insertada socialmente y atenta a las necesidades e intereses de la clase trabajadora. Capaz de expandir el debate y la conversión en práctica de las tesis revolucionarias entre las mayorías. Frente a quienes hablan de que “es mejor para los libertarios tener organizaciones pequeñas y proyectos locales donde el poder no se concentre”, debemos oponer el argumento de que eso es ya lo que tenemos: organizaciones pequeñas, proyectos aislados, debates de grupúsculo. Y ese escenario ya hemos confirmado que no construye ninguna oposición al sistema en lo real y genera una frustración ubicua que empuja a la juventud inquieta a alimentar los proyectos neoreformistas o neoestalinistas. Además, el poder se concentra igual en esos ámbitos pequeños, incluso, muchas veces más asfixiantes, que igualan en ocasiones los mecanismos de una secta destructiva.

Organización, entonces. Y pulsión revolucionaria. Un nuevo voluntarismo militante que alimente una fuerte inserción entre las clases populares y las acompañe en su proceso de autoorganización.

El “efecto” clase media está en crisis. Cada vez más sectores sociales se ven fuera del espejismo de la modernidad y el Estado del Bienestar. La precariedad se expande y la confusión cultural y política también. Los nacional-populistas de todo pelaje están a la espera de recuperar para sus intereses la frustración de sectores que hace tiempo abandonaron la seguridad vital del “efecto” clase media. Algunos de esos sectores recién “proletarizados” jamás tuvieron relación previa con la trama cultural del movimiento obrero o la abandonaron hace mucho. Son la cosecha que el fascismo espera echar en su capazo.

La función del anarquismo revolucionario es convertir la crisis del “efecto” clase media en la génesis de una nueva ofensiva de la clase trabajadora. Una clase trabajadora que, como siempre, es diversa y está “en proceso de formación”. Pero no por ello ha dejado de batir el tiempo con su energía. En palabras de Salvador Seguí:

                “Es preciso actuar, para actuar organizarse y para organizarse tener voluntad de hacerlo. Que los inmorales y los escépticos no sean obstáculo para ello.”

                José Luis Carretero Miramar.

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