[Narrativa] Tzihualpopoca

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El siguiente relato ficticio es un homenaje a las resistencias de todos los pueblos originarios de América y de todo el mundo a lo largo de su historia. Siempre serán semilla…

 

Demasiados años viviendo en la misma casa, en la cuadra Fray Juan de Torquemada, consigue que uno vaya adquiriendo hábitos placenteros, pequeños deleites de la vida que se puede otorgar un hombre sin oficio. Mi rutina es contemplar el ajetreo de los defeños; estos se mueven alocadamente en busca de sus propias rutinas, algunos hombres con traje y corbata, muchachos con monopatín bajo el brazo, y algunas señoras con sus bolsas de la compra. En mi viaje diario en autobús a la Plaza de las Tres Culturas, me entretengo prestando atención a los diálogos ajenos; a veces, no reparo en el sentido de los mismos, sino en las ingeniosas formas de comunicación de las personas. En otras ocasiones, entablo conversación con gente que me regala un poquito de su confianza y le interesa escuchar cualquier cosa, incluso algunas viejas historias…

Mi nombre es Tzihualpopoca. Me ha sido encomendado transcribir la historia, transmitida hasta el momento de forma oral por los teōmahqueh. La historia del paso firme de nuestros antepasados, de la mano de los dioses, hasta el esplendor actual bajo el dominio de nuestro Huey Tlatoani, el gran orador Motēcuhzōma Xōcoyōtzin. Después de la última gran migración de las tierras de Chicomóztoc, desde donde salimos numerosos calpultin hacia las tierras de los lagos, nuestro altépetl ha ido creciendo gracias al vigor aportado en las batallas por Huitzilopochtli. En un islote al poniente del lago de Texcoco nos esperaba el águila que devoraba una serpiente sobre el nopal, revelando el dominio sobre los enemigos y la tierra.

Mi vida al servicio del gran orador, será pronto alterada por una inminente batalla con los enemigos tlaxcaltecas, me espera una muerte heroica antes del término del Xiuhmopilli, si los dioses nos favorecen en la eterna victoria. El informante principal de Motēcuhzōma en los últimos tiempos, ha tenido presagios funestos que avecinan importantes cambios; la ruina, la muerte y la destrucción de nuestro divino mundo. Por ese motivo, el gran orador reúne a sus más prestigiosos nigrománticos, para averiguar los detalles de los desastres imprevistos que pudieran ocurrir. Sin embargo, a pesar de utilizar todos los métodos de adivinación, nada se ha podido resolver.

Un macehual de un pueblo de la zona costera anuncia haber visto grandes objetos, flotando sobre el mar grande. Nuestro gran orador teme que se trate de Quetzalcóatl, de apariencia blanca como el atole y barbudo, pues algunos dioses siempre nos advirtieron de su regreso por el este. He sido llamado por Motēcuhzōma a su palacio. Nos envían a las tierras del mar para comprobar el hecho que ha relatado el macehual, y entregarle unos valiosos dones a Quetzalcóatl y su séquito, quienes deben quedar tranquilos y nosotros queremos estar en paz con los dioses. Antes de partir me despido de mi clan. Mis hijas y hermanos me hacen regalos para que tenga suerte en mi viaje; yo le entrego el huehuetl, mi instrumento de las danzas rituales, a mi más preciado nieto. Al mirar hacia atrás por última vez, me emociono al verle hacerlo resonar, consiguiendo un estallido tan solo equiparable al latido del corazón de la tierra.

Parto inmediatamente con otros teōmahqueh y pīpiltin, hacia las tierras del mar, en busca de respuestas y el encuentro con los dioses. En Mictlancuauhtla, nos reciben con grandes danzas rituales, aunque se podía leer el miedo en sus caras, por la llegada de hordas de seres blancos y barbudos. Algunos de éstos, llevan ropas metálicas; otros, vestidos con sacos de color pardo o verde, y sombreros guardasol. Se suben en bestias marrones o negras de cuatro patas finas y cuello alargado con pelo en sus cabezas, que echan a correr velozmente como si de espíritus se tratase.

Al acercarnos prudentemente, nos miran extrañados y desconfiados. No hablan náhuatl, sino que profieren unos sonidos bruscos que no entendemos. Cinco de los nuestros avanzan para ofrecerles varios obsequios sagrados. Ellos empiezan a lanzar gritos y  algunos se acercan haciendo gestos con las manos y el cuerpo. Uno de nuestros informantes le entrega a uno de esos seres blancos una flecha de oro, generando una gran sorpresa entre el resto de los suyos. Tras permanecer poco tiempo con estos seres, nos damos la vuelta para regresar al pueblo cercano, pero un gran estruendo nos asusta a todo el grupo. Uno de los pīpiltin cae al suelo mientras su espíritu le abandona. Al girarnos, vemos que los seres llevan palos largos de los que salen lenguas de fuego y humo. A mi alrededor, comienzan a caer muchos de mis hermanos, me veo envuelto en un sonido similar al de cientos de truenos, que nunca había escuchado anteriormente. Este ensordecedor ruido no cesa y sale de los palos que portan los seres blancos.

Solamente tres de nosotros hemos podido escapar con vida de las orillas del mar grande. Al llegar al pueblo, contamos lo ocurrido, y toda la población sale despavorida de allí ante la llegada de los dioses. Mis tres compañeros y yo decidimos regresar al palacio de nuestro gran orador a explicarle lo ocurrido. Motēcuhzōma se sorprende mucho ante todo lo que le contamos que ha sucedido. Decide reunir de nuevo a todos los nigrománticos de todas las regiones, excepto los de Tlaxcala, pues se ha enterado de que allí sus informantes han sido asesinados por una revuelta de los gobernantes insumisos. Le explico que los seres que han llegado a la costa no son dioses, sino gentes con intenciones desconocidas que utilizan un tipo de magia muy superior. Ordena que acudamos rápidamente a Cholula, pueblo que está en los límites de la región de los tlaxcaltecas, con la misión de informarle de la revuelta Tlaxcalteca y el avance de las gentes blancas. Impedir la destrucción de nuestro mundo, y la eternidad de nuestro gran orador está en nuestras manos. Estos acontecimientos seguramente quedarán recogidos en los códices sagrados algún día.

En el pueblo de Cholula nos recibe su tlaquiach, que se siente bastante temeroso ante la amenaza tlaxcalteca, aunque todavía no parece saber nada de la llegada de los hombres de piel blanca. Para el día de mañana hemos organizado una expedición con la intención de internarnos en tierras tlaxcaltecas, partiremos tras solicitar la protección de Huitzilopochtli, siempre preparados para luchar hasta vencer o morir.

Antes del amanecer, abro los ojos, sobresaltado ante inmensos estruendos, me quedo completamente paralizado ante el terror que siento, esos atronadores ruidos me resultan demasiado familiares. Salgo del recinto de la casa del gobernante, y la visión es inalcanzable, el pueblo se encuentra cegado por una nube inmensa de humo. Comienzo a correr, puedo intuir las sombras de los hombres blancos con sus objetos alargados que escupen fuego y humo, muchos cholultecas corren despavoridos, tal y como hago yo mismo; otros, están en el suelo agonizando y despidiéndose de sus espíritus. Grandes gritos y sonidos brutales salen de las bocas de los seres blancos, tienen una expresión feroz, parecida a la de las más salvajes bestias. Un numeroso grupo de cholultecas, el gobernante del pueblo, su séquito, y gran parte de los informantes, estamos siendo reunidos delante de la plaza donde se abastece de elotl. Sabemos que nuestro destino es morir a manos de la magia de estos seres que nos señalan con sus objetos que lanzan fuego. En estos momentos estoy pensando que, por desgracia, aunque he servido fielmente a nuestro gran orador Motēcuhzōma, nunca voy a poder cumplir la promesa que le hice, impedir la miseria y la muerte de nuestro pueblo.       

Un chico joven, educadamente, me dice que ha llegado a su parada y debe bajarse del autobús, nos despedimos y me desea que pase un buen día. A mí aún me faltan dos paradas para llegar a la Plaza de las Tres Culturas. A través del desgastado cristal, observo el humeante cielo de Ciudad de México, camino por sus avenidas cruzándome con algún músico callejero que me mira y me saluda al dejarle algunos pesos. Después de un par de horas de paseo sin rumbo por el centro de la ciudad, regreso a mi casa, subo las escaleras hasta el segundo piso y me dirijo directamente al armario de mi habitación. Abro ambas puertas y me quedo observando muy detenidamente, con la mirada clavada en el objeto que más sobresale; parece que fue ayer cuando mi abuelo Tzihualpopoca se despidió con lágrimas de alegría y me entregó su huehuetl.

 

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