La estrategia del Poder Popular

Por Miguel G.
9 min. de lectura

En los años 60 se dio un fuerte proceso de optimismo revolucionario entre la clase obrera urbana, el campesinado y los nuevos sujetos en boga en el continente americano: los pueblos indígenas, las comunidades afro y las mujeres. Mientras que las guerrillas aparecían en todos los territorios, imitando el ejemplo de Cuba de 1959, en las barriadas también se cocían grandes procesos de autogestión popular. Era una época de intensa politización, en la que incluso participaba un sector de la iglesia católica.

Entre las organizaciones revolucionarias, podemos destacar el MIR chileno. Se había constituido como un frente de organizaciones, más que como un partido. En ellas confluían marxistas leninistas, marxistas heterodoxos, anarquistas y militantes de la Teología de la Liberación. Sin embargo, el partido derivó en marxista leninista al uso y pronto se marginó las demás opciones.

Lo que nos puede resultar de interés del MIR es su tesis sobre el Poder Popular. Se trataba de articular su acción político-social mediante la acción directa. Su ejecución se basaba en la toma de terrenos por parte de campesinos y pobladores, así como de la toma de fábricas por los trabajadores industriales. Estas tomas suponían una ofensiva de toda la comunidad, no sólo de la gente que participaba en ellas. Con estas acciones se creaba una base social muy amplia, que era imprescindible para cualquier lucha revolucionaria. Y como partido de vanguardia que era[1], el MIR planteaba este Poder Popular como el primer paso hacia una insurrección popular y la construcción de una sociedad socialista. El campo y la ciudad, sus pobladores, debían ser protagonistas de su propia emancipación.

En Chile, durante el gobierno de la Unidad Popular de Allende, los sectores revolucionarios aplicaron una ofensiva en todos los frentes. Se formaron cordones industriales (algo así como consejos obreros basados en fábricas ocupadas), comandos populares, comedores, nuevas poblaciones autoconstruidas… y en 1972 se formó la Asamblea Popular de Concepción[2].

Formada el 27 de julio, era una asamblea de representantes de los organismos de lucha obreros, estudiantiles y de los pequeños industriales y comerciantes[3]. Su primera tarea fue desconocer el Parlamento nacional, que entendían como reaccionario. La asamblea pretendía impulsar Consejos Comunales de Trabajadores de todas las comunas (municipios) de la provincia. Cuando estuvieran listos se levantaría un programa de lucha.

El mayor problema de esta asamblea fue que todos los sectores de la socialdemocracia y la Unidad Popular (Partido Comunista incluido) se les echaron encima para deslegitimarla. Es relevante notar que esta experiencia se impulsó desde abajo con la intención clara de que crear un poder organizado que fuese una expresión de poder popular paralelo a las instituciones gobernadas por el gabinete de Allende.

Situaciones parecidas, aunque en contextos muy distintos se dieron el Cordobazo (Argentina) de 1966, en los paros nacionales de Colombia de 1977, el caracazo (Venezuela) de 1989, la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (México) de 2006 entre muchos otros procesos similares de construcción de un poder paralelo e incipiente de carácter revolucionario.

El anarquismo latinoamericano entendió rápido la idea del Poder Popular. En el fondo era lo mismo que se había vivido en la Rusia de 1917, en la Alemania de 1919 o en la España de 1936: la construcción de organismos de poder obrero como los soviets rusos, los consejos obreros alemanes (y de otros lugares) o los comités revolucionarios españoles. Cuando el pueblo está organizado suele crear estructuras de autogestión a gran escala que toman una forma bastante similar.

Las diferencias entre anarquistas y marxistas latinoamericanos estribaban en el problema del poder y la ruptura revolucionaria. Así, la Federación Anarquista Uruguaya, a comienzos de los años 70, veía en los gérmenes de poder popular unos espacios de socialización del poder político, en donde se comenzaban a ejercer la autonomía, la democracia directa, la autogestión. Entendían el Poder Popular de una forma contraria y antagónica a la naturaleza centralizadora y disciplinadora del Estado que enajena el poder político. Los marxistas, como el MIR y otros partidos similares, entendían el Poder Popular como los primeros pasos de un Estado Obrero y veían la toma del poder y la creación de un gobierno revolucionario como un necesario estado de transición.

Por tanto, los anarquistas pensaban que el Poder Popular se tendría que constituir rápidamente a gran escala como alternativa al estado. Para ello era vital que las organizaciones específicas anarquistas pudiesen tener militantes suficientes para contrarrestar el influjo de las demás fuerzas políticas vinculadas a los procesos revolucionarios. Entendían que las organizaciones, frentes o grupos armados que apoyaban el poder popular eran aliados necesarios en la lucha contra los aparatos represivos de los estados, aunque a largo plazo estallaría el conflicto entre quienes quisieran construir el Estado Obrero y quienes opinaban que el Poder Popular se bastaría a sí mismo o entre el punto de ruptura, que es el Poder Popular, y el reformismo gradualista.

Por último, cabe decir que esta estrategia no tiene nada que ver con el foquismo, que consiste en la acción de una guerrilla para acelerar el conflicto de clases. Ni tampoco con la recuperación de este concepto que hizo el estado cubano a finales de los años 70, asignándoselo a sus ministerios. Para el anarquismo el Poder Popular es una acción directa de masas que construyen los cimientos de la nueva sociedad.

Ahora bien, ¿por qué no utilizamos conceptos más propios del anarquismo ibérico o del autonomismo europeo, como la sociedad paralela o las zonas rojas? La respuesta es que ese tipo de espacios (como ateneos, cooperativas, centros sociales o comunidades intencionales) muy mayoritariamente están impulsados por la militancia más politizada de un territorio y no por procesos de lucha social desde abajo. El Poder Popular tiene una connotación de lucha permanente con la institucionalidad que lo ve como amenaza. No se desdeñan esas experiencias, entendiéndolas como punto de partida o retaguardia de nuestros movimientos revolucionarios, sin que caigan en la endogamia y en dinámicas de ghetto. Pero no nos podemos quedar ahí, dado que se corre el peligro del anquilosamiento o rehuir del conflicto.

Por ello es necesario levantar siempre la bandera de la ofensiva popular. Somos parte del pueblo y de sus procesos. Pero para ser útiles y eficaces, debemos tener nuestra organización específica entre iguales.

[1] Esto se constató en el Congreso de Chillán de 1967, cuando el partido optó por la toma del poder como objetivo estratégico y la violencia revolucionaria para destruir el aparato represivo burgués, rechazando confiar en la vía electoral.

[2] Danny Gonzalo Monsálvez Araneda. La Asamblea del Pueblo en Concepción. La expresión del Poder Popular. https://revistas.udec.cl/index.php/historia/article/view/6381/5922

[3] En América Latina fue y es muy habitual que sectores de la pequeña burguesía se alíen con los sectores proletarios. Por eso se utiliza ampliamente el término “popular”, que incluye los más diversos sujetos.

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